viernes, 25 de julio de 2008

Concilio de Trento, sesión XIV. De reforma.

CAP. VI. Decrétase pena contra los clérigos que ordenados in sacris, o que poseen beneficios, no llevan hábitos correspondientes a su orden.
«Aunque la vida religiosa no consiste en el hábito, es no obstante debido, que los clérigos vistan siempre hábitos correspondientes a las órdenes que tienen, para mostrar en la decencia del vestido exterior la pureza interior de las costumbres: y por cuanto ha llegado a tanto en estos tiempos la temeridad de algunos, y el menosprecio de la religión, que estimando en poco su propia dignidad, y el honor del estado clerical, usan aun públicamente ropas seculares, caminando a un mismo tiempo por caminos opuestos, poniendo un pie en la iglesia, y otro en el mundo; por tanto todas las personas eclesiásticas, por exentas que sean, que o tuvieren órdenes mayores, o hayan obtenido dignidades, personados, oficios, o cualesquiera beneficios eclesiásticos, si después de amonestadas por su Obispo respectivo, aunque sea por medio de edicto público, no llevaren hábito clerical, honesto y proporcionado a su orden y dignidad, conforme a la ordenanza y mandamiento del mismo Obispo; puedan y deban ser apremiadas a llevarlo, suspendiéndolas de las órdenes, oficio, beneficio, frutos, rentas y provechos de los mismos beneficios; y además de esto, si una vez corregidas volvieren a delinquir, puedan y deban apremiarlas, aun privándolas también de los tales oficios y beneficios; innovando y ampliando la constitución de Clemente V, publicada en el concilio de Viena, cuyo principio es: Quoniam».

sábado, 5 de julio de 2008

«El "Syllabus", su razón y oportunidad», por Jaime Bofill. Gracias, maestro.

«Se parte siempre de la hipótesis del materialismo, y los hombres más sensatos se entregan a menudo a la corriente sin darse cuenta de ello. Si este mundo lo es todo y el otro nada, bien está que se oriente todo hacia el primero y nada hacia el segundo. Pero si la verdad es todo lo contrario, entonces es necesario también adoptar la orientación contraria.» De Maistre

La ciudad de Dios y la ciudad del Mundo,
dos lógicas en oposición ante el fallo de Pío IX

Dos concepciones del hombre y de la vida se hallan frente a frente: la concepción sostenida por la Iglesia y la sostenida por la moderna civilización.

La Iglesia, Ciudad de Dios, con una lógica exacta»{1}, que sus enemigos reconocen y que sus hijos admiran como signo que es de la mano y de la asistencia divina, ha ido desarrollando –es decir, poniendo en luz cada vez más clara– el depósito dogmático que su Fundador le ha confiado.

Paralelamente, la Ciudad del Mundo, con una lógica no menor, y que revela asimismo la mano de su Príncipe, desarrolla por su parte los principios de la Revolución.

Entre una y otra concepción, media un abismo infranqueable{2}. Ni la astucia de la Ciudad segunda ni la caridad de la primera pueden disimularlo. Por esto, el tercer partido, que cree todavía posible echar un puente sobre sus riberas, ve fracasar irremisiblemente todos sus esfuerzos.

Tal es la situación del problema «teocrático» en el momento en que Pío IX, ante las constantes y cínicas provocaciones del enemigo en el terreno teórico y en el político, lanza con el Syllabus, su declaración de guerra{3}: la proposición que afirma que «el Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo, y con la civilización moderna», es condenada, junto con otras setenta y nueve proposiciones, extraídas, lo mismo que ésta, de diversas «alocuciones consistoriales, encíclicas y otras cartas apostólicas».

Tradición viva o lenguaje muerto. El reto del «Pontificado agonizante» al mundo moderno

Con la Bula Unam sanctam, de Bonifacio VIII, y la Bula Unigenitus, de Clemente XI, la Encíclica Quanta Cura, de Pío IX, acompañada del Syllabus, es uno de los tres actos pontificios que han agitado más profundamente a la opinión pública en el curso de los siglos.

En la Bula Unam sanctam, los legistas se han complacido en mostrar la intromisión del Pontificado en la autoridad legítima de los Reyes; en la Bula Unigenitus, los Jansenistas han pretendido ver una separación respecto de la Iglesia primitiva; en la Encíclica Quanta Cura y en el Syllabus, los liberales del siglo XIX han denunciado el anatema lanzado a la civilización moderna y a la libertad de los pueblos{4}.

Y, sin embargo, la doctrina publicada por el Pontífice el 8 de diciembre de 1864, a los diez años de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, no era una doctrina nueva, sino que continuaba la tradición de sus predecesores y de sus anteriores documentos. Pero las mismas circunstancias que dieron ocasión a su publicación habían excitado los espíritus; por otra parte, el tono de este documento es más cálido que el de los anteriores; y, finalmente, la precisión del Syllabus, que recoge ordenadamente sus ochenta proposiciones, dio a este documento una importancia excepcional.

El campo enemigo recogió el desafío, y publicó a los cuatro vientos su confianza en la victoria; el Syllabus es «el reto supremo lanzado al mundo moderno por el Pontificado agonizante»; el Pontífice «no comprendía que hablaba a una sociedad viva en un lenguaje muerto; y creyó en la posibilidad de retornar, si no por medio de la reflexión, por una especie de milagro a los ideales y creencias de un pasado que había muerto, y desaparecido de la memoria de los hombres».

Los católicos se sometieron todos a las enseñanzas pontificias; aunque los que habían creído posible contemporizar con los principios liberales (Congreso de Malinas: Montalembert intenta «bautizar» la fórmula de Cavour: «La Iglesia libre en el Estado libre») han de superar una verdadera crisis interior. «Nunca olvidaré escribía, veinte años más tarde, Monseñor de Hulst– la sorpresa, la emoción, la inquietud que me produjo la lectura de este documento doctrinal. Vi claramente que debía modificar algo en mi concepción de la Sociedad... El recuerdo de esta evolución interior no se borrará nunca de mi espíritu. Empezada en la tristeza y en la turbación terminó en la alegría y en la paz...»

La raíz común de las proposiciones del «Syllabus»:

a) ¿Maniqueísmo o Panteísmo?

¿Cuál es el contenido del Syllabus?

A primera vista aparece como un agregado de proposiciones diferentes, agrupadas en diversos capítulos, según su mayor o menor afinidad, pero sin más unidad interior que la de oponerse de modo más o menos visible a la doctrina de la Iglesia. Su profunda unidad radical cuesta bastante de descubrir.

Y es que, para ello, precisa remontarse bastante arriba, en el terreno de los principios. No es suficiente destacar un grupo u otro de proposiciones y darles el lugar [82] central, porque todas tienen la misma importancia y son igualmente representativas.

¿Dónde está, pues, la raíz común, el principio primero, en el que todas ellas coinciden?

El orgulloso sectarismo de la Historia publicada por la Universidad de Cambridge no es un obstáculo, antes al contrario, para exponerlo magistralmente:

«Mientras Antonelli maduraba sus proyectos, encaminados a sacar a salvo el poder temporal, el Papa preparaba una serie de definiciones dogmáticas, que comenzaron en 1854 con la definición de la Concepción Inmaculada de la Virgen y, pasando por la Encíclica Quanta Cura y el Syllabus, que vino a ser su complemento (1864), terminó, por entonces, al menos, con la promulgación de la Infalibilidad pontificia en 1870. Para apreciar la actitud de la Iglesia con respecto a las conclusiones históricas, teológicas y políticas que implican las definiciones mencionadas, es necesario tener presente ciertas afirmaciones fundamentales del catolicismo. La filosofía católica está claramente definida, y ha sido llevada a sus últimas consecuencias por la lógica de pensadores especulativos, que en agudeza y penetración no ceden a los de ninguna escuela. Esa filosofía parte de un dualismo sutil tomado de la filosofía griega de los últimos tiempos y, especialmente, del neoplatonismo; establecióse una severa y rígida distinción entre Dios y el universo creado, entre el espíritu y la materia, entre la Iglesia y el mundo. En ese concepto, faltan las nociones de inmanencia y de evolución: las dos fuerzas luchan, una frente a otra, y son distintas y opuestas. El razonamiento fundado en tales premisas se desenvuelve con todo rigor. Una de las mencionadas fuerzas desempeña el papel de directora y gobernante, la otra la de gobernada y dirigida; y en medio de una incuestionable supremacía, no puede haber paz ni tregua entre las dos. De aquí nace, de una parte, la idea ascética y, por otra, la teocrática. No solamente la sanción divina protege las enseñanzas de la Iglesia, sino también las personas de sus ministros, sus privilegios y sus posesiones. Todo atentado contra esta sanción constituye sacrilegio; invadir el territorio pontificio o eclesiástico son cosas equivalentes a resistir a Dios.), (Op. Cit. XX, página 550.)

¿Será fatigoso al lector analizar brevemente este fragmento? La tesis de la «Historia del Mundo en la Edad Moderna», de la Universidad de Cambridge, es la siguiente: la posición de Pío IX, si bien falla en el terreno histórico, es lógicamente irresistible. Sus adversarios dentro del catolicismo no tienen medio de sustraerse a sus conclusiones.

Las últimas líneas del fragmento que reproducimos, así como los pasajes en que enumera las proposiciones principales del Syllabus, intentan explicar malévolamente las intenciones del Pontífice, como un recurso desesperado para salvar sus propios privilegios y los del Clero. Su exposición general es clara, precisa; insinuante cuando es necesario, siempre sin careta.

Fijémonos, sin embargo, únicamente en las líneas que hemos subrayado. En la concepción católica del mundo y de Dios, del espíritu y de la materia, del Estado y de la Iglesia, faltan las nociones de inmanencia y de evolución. Se reprocha a la Iglesia Católica, por lo mismo, el no haber cedido a la corriente panteísta que arrastraba al mundo protestante, y que el movimiento modernista (que Pío X deberá cortar en 1907) intentó incorporar al catolicismo.

Se reprocha a la Iglesia el no ser panteísta: y, en una argumentación tan aguda como sofística, se insinúa que cae, por esta razón, en un maniqueísmo: Las dos fuerzas luchan, la una frente a la otra, y son distintas y opuestas; no puede haber paz ni tregua entre las dos. De aquí nace, por una parte, la idea ascética y, por otra, la teocrática...»

No puede haber falsificación más descarada del pensamiento católico, no puede haberla, seguramente, más hábil.

b) El principio teocrático, el ascético y el ultramontano. Roma, modelo de continuidad

La concepción católica del equilibrio y de la vida del universo son presentadas, en el texto que venimos analizando, como resultado no de la armonización, sino de la contraposición de fuerzas opuestas; la dirección y gobierno que debe ejercer Dios sobre el universo creado, el espíritu sobre la materia, la Iglesia sobre el mundo serán un «imperio despótico», necesariamente violentador de la manera de ser del principio opuesto.

Dios, imponiendo su ley al universo, a pesar del universo: esto es el principio teocrático; el alma imponiendo su ley al cuerpo, a pesar del cuerpo: esto es el ascetismo; la Iglesia imponiendo su ley al mundo, a pesar del mundo: esto es el ultramontanismo que ha adoptado Pío IX. No son de extrañar, entonces, frases como ésta: El absolutismo en la Iglesia, que es la esencia del ultramontanismo, no puede armonizarse con la libertad del Estado.

Y esta posición no es una novedad traída por Pío IX, es la esencia del catolicismo. El pontificado, en efecto, ha desarrollado su pensamiento con una continuidad absoluta: «Roma, al menos, nunca había sancionado las reclamaciones especiales a que no pocos de sus defensores habían dado su consentimiento. En todas partes había seguido una conducta notable por su consecuencia, poniendo en práctica sus principios dondequiera y en la medida que fue necesario hacerlo, y tolerando, a lo sumo la violación de los mismos, no sin hacer las correspondientes protestas y sin esperar ni trabajar a la vez para que llegaran tiempos más favorables.»

El catolicismo liberal y la conciliación imposible

Una nueva conclusión extraordinariamente interesante se presenta al espíritu leyendo la Historia de la Universidad de Cambridge, y que podría resumirse así:

El catolicismo liberal, el catolicismo conciliador que en el Concilio Vaticano será «anti-oportunista», no es tenido en cuenta por nuestros enemigos en el momento en que tratan de definir el verdadero sentir del catolicismo. Es lo que preveía Luis Veuillot: «La Revolución es más justa con ellos que ellos mismos. Los adivina católicos, y les hace el honor de no creerlos cuando intentan convencerla...» Y es que había llegado el momento de las posiciones absolutas:

«En circunstancias ordinarias, la moderación y el buen sentido apelan al expediente de un modus vivendi. Los hombres no siempre son consecuentes y se abstienen de sacar conclusiones demasiado atrevidas de las premisas a que asienten o creen asentir. Pero subsisten las divergencias esenciales; y cuando en determinados casos se ponen de manifiesto, muchos que no quisieran arrostrarlas ni estaban preparados para hacerlo, se ven forzados a optar por una alternativa. Habíase llegado al punto de bifurcación de dos caminos; era preciso retroceder o seguir adelante; y Pío IX impuso deliberadamente al mundo católico la alternativa mencionada.»

Tal es el punto de vista de los historiadores liberales de la Universidad de Cambridge. [83]

La última de las proposiciones condenadas. La civilización condenada y la civilización moderna

El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo, y con la civilización moderna (Syllabus, proposición 80).

Tal es la última proposición del Syllabus, la que, en cierto sentido, la resume y compendia. ¿Cuál es el significado verdadero de esta proposición?

El siglo XIX fue el siglo del progreso técnico por excelencia. «Hasta entonces, productores y comerciantes habían tenido que contar con las fuerzas más simples de la naturaleza, tanto en el transporte de las mercancías como en su consecución y elaboración. La madurez lograda por las ciencias matemáticas y físico-naturales, hizo posible la realización práctica de los principios y leyes obtenidos en los laboratorios después de dos siglos de experiencias. El hombre sujetó a su servicio nuevas fuentes de energía, cuyo rendimiento era infinitamente superior a la mano de obra humana; los procedimientos mecánicos industriales fueron perfeccionados y difundidos de tal modo, que la máquina sustituyó de hecho al obrero en todo el proceso de la producción; el desarrollo de la química permitió el acrecentamiento de los productos naturales y aun su obtención artificial. En todas partes, la fabricación, transporte y venta de productos aumentó en número, velocidad y uniformidad. Lo artificial venció a lo natural, la cantidad a la habilidad, lo positivo a lo personal. Tales fueron los resultados de la transformación maquinista en la vida económica.»{5}

La aparición de la técnica moderna había despertado grandes esperanzas (Saint Simon, Comte); también despertó grandes odios. El hombre se sintió aprisionado por la máquina. Se intentó, incluso, destruir la máquina. Esta concepción llegó a popularizarse en el cine mismo{6}.

Fácil es prever que el pensamiento del Papa no estará situado en esta corriente. No; Pío IX no condenará, retrógradamente, el progreso técnico; como no condenará la elevación de las clases populares a la libertad política, ni la ascensión del pueblo todo a formas más elevadas de cultura. ¿Cuál es, pues, esta «civilización moderna» a la que el Papa se opone?

Será lo mejor (y con esto concluiré el presente artículo) dejar al Pontífice mismo la explicación auténtica de sus propias palabras:

«Al paso que esta civilización moderna favorece todos los cultos no-católicos; al paso que abre la entrada de los cargos públicos a los mismos infieles, y cierra las escuelas católicas a sus hijos, se ensaña contra las comunidades religiosas, contra un gran número de personas eclesiásticas de todas las categorías y aun contra distinguidos legos que, denodadamente, han defendido la causa de la Religión y de la justicia. Al paso, finalmente, que deja entera libertad a todos los discursos y escritos que atacan a la Iglesia.... al paso que excita, nutre y fomenta la licencia...» «Emplea todos sus esfuerzos en disminuir la autoridad saludable de la Iglesia.» «¿Y podría el Romano Pontífice tender una mano amiga a este género de civilización y celebrar con ella una cordial alianza? Llámese a las cosas por sus nombres, que esta Santa Sede será consecuente en sus posiciones. Ella, en efecto, fue constantemente la protectora y sostenedora de la verdadera civilización: los monumentos de la Historia, elocuentemente atestiguan y comprueban que, en todos los siglos, la Santa Sede ha sido quien ha hecho penetrar en los países más lejanos y más bárbaros del universo la verdadera y justa suavidad de costumbres, la instrucción, la ciencia. Pero si con el nombre de «civilización» quiere entenderse un sistema inventado precisamente para debilitar, y quizá también para acabar con la Iglesia de Cristo, jamás podrán conformarse con semejante civilización la Santa Sede y el Romano Pontífice.»{7}

La Civilización Verdadera y la Civilización Moderna. La primera, la civilización católica, intenta fundarse en la ley de la Iglesia. La segunda, la civilización liberal, intenta librarse de ella. La primera, encuentra en dicha Ley un impulso. La segunda encuentra en dicha Ley una traba. Dos concepciones del hombre y de la vida se encuentran frente a frente.

En el número próximo de Cristiandad expondremos, Dios mediante, cómo la Iglesia concibe su ley.

Jaime Bofill
Catedrático de Filosofía

Notas

{1} Historia del Mundo en la Edad Moderna.–Cambridge.

{2} «...y el Pontífice vio con entera claridad y fundamento que esa Sociedad moderna» e inspiraba en una idea de civilización distinta de la de la Iglesia. No había manera de tender un puente en el abismo que separaba a estos dos criterios». (Id. Id.. vol. XX, pág. 556).

{3} «La Encíclica 'Quanta Cura' fue una declaración de guerra contra las ideas, libertades e instituciones modernas. El «Syllabus», que le servía de complemento, especificó sus principales afirmaciones. Sus censuras no eran nuevas, sino que estaban tomadas de anteriores encíclicas, alocuciones y letras apostólicas. Lo nuevo estaba en el énfasis, en la repetición y en el tono más autoritario. Varios teólogos de nota no vacilaron en calificarlo de infalible». (Id. Id.).

{4} Mourret. H. G. de l'Eglise. (T. VII, pág. 492).

{5} Jaime Vicens Vives, Historia General Moderna, pág. 512. (Barcelona, Montaner y Simón, 1942).

{6} (Recordar: Charlot, Tiempos modernos.)

{7} Alocución Jamdudum, 18 Marzo 1861.

Publicado en la Revista Cristiandad, 15 de Mayo de 1944

Martirio del niño cristero José Luis Sánchez del Río. ¡Señor, que también me toque a mí!

Liberación de Ingrid Betancourt. Gracias, Señor, porque aún quedan mujeres "fuertes".

En tanto que no sea "cristalina" la vida moral de la Sra. Betancourt, prefiero retirar su testimonio de mi blog.

miércoles, 6 de febrero de 2008

UN COMENTARIO MÁS SOBRE “LA NATIVIDAD”


(Antes de empezar, quiero pedir disculpas porque el texto griego se muestra mal en este blog...)


A dos años vista del estreno de esta película ya ha corrido mucha tinta sobre la misma. Sé que quizás este breve ensayo no sea más que eso, un comentario más. No obstante, quisiera centrar mis palabras en algunos aspectos que aún no he visto suficientemente profundizados en los artículos que versan sobre esta película. No quisiera pecar ni de visceral, ni de pedante, ni de superficial, y por ello pido perdón si en algún momento pueda parecerlo. Gracias.

1. Aspectos positivos

Para ser justos, es imprescindible enumerar someramente algunos aspectos de valor indudable.
a) En cuanto a lo técnico, es realmente buena la puesta en escena de la película: decorados, vestuario, iluminación, interpretación… Permítaseme destacar la magnífica actuación de Oscar Isaac en el papel de San José.
b) Muy reseñable es el hecho de que San José aparezca como uno de los protagonistas principales, quizá más que María. En muy pocas películas tenido San José un papel tan extenso en la historia del cine como en ésta. El papel de José interpretado por el joven actor guatemalteco hace entrañable, cercano, querido, al San José verdadero.
c) Junto con la caracterización de San José, la aparición de los Reyes Magos es un punto a favor de esta película. Tanto en la teología protestante como en la llamada católica muchos han defendido que el relato de los Magos de Oriente no era sino un midrash (o para otros, un deras), una especie de parábola o relato piadoso pero inventado para rellenar un hueco en el tiempo o querer resaltar algún aspecto o acontecimiento contando otro verosímil pero no real históricamente. Que en una película pretendidamente fiel al texto evangélico se dé tanta importancia a los Reyes Magos es muy de agradecer.

2. El guión, la Escritura, la fe de la Iglesia y la Tradición

Evidentemente, es lícito que cualquier guionista se tome lo que podemos llamar “licencias cinematográficas” para adaptar un hecho a la puesta en escena de una película. Ahora bien, en ésta no puede decirse que dichas adaptaciones sean siempre fieles a la verdad, o que algunas escenas inventadas sean realmente verosímiles.

Partamos de un hecho fundamental: los evangelios nos cuentan muy poco de la infancia de Jesús. Es la Tradición de la Iglesia la que nos enseña a interpretar y completar las palabras evangélicas. Dicho de otro modo, solamente con la fe de la Iglesia podemos entender e introducirnos en la vida de la Sagrada Familia, y si se pudiera hacer alguna licencia al guión o introducir nuevas escenas inventadas, su verosimilitud y validez dependerían totalmente de su conexión y armonía con dichos hechos interpretados a la luz de la fe de la Iglesia. Este es el criterio que se toma, por ejemplo, cuando la autoridad eclesiástica tiene que dar su nihil obstat a escritos de revelaciones sobre la vida del Señor, como en los casos de la beata Ana Catalina Emmerich o María Valtorta. La aprobación de los mismos no significa que sean verdaderos, sino que nada contienen contra el sentir de la Iglesia.

Llegados a este punto, conviene hacer algunas apreciaciones sobre los distintos elementos que componen el guión de la película:

a) Distinguiendo lo principal de lo más secundario, hay que dejar claro que no se puede tomar como bíblico lo que no lo es. Más aún, no se puede tomar como bíblico lo que en la fe de la Iglesia no es bíblico, aunque así parezca decirlo la Escritura. Dicho de otra manera, Escritura, Tradición y Magisterio son tres fuentes de una misma norma de fe, en las cuales no hay contradicción posible, sino mutua iluminación y apoyo. La Escritura y Tradición son las fuentes de la Revelación que enseña el Magisterio. Que Catherine Hardwicke y Mike Rich, directora y guionista respectivamente de la película, tengan como norma de su creencia la libre interpretación de la Escritura podría disculparles de hacer una película no católica, pero nunca podría justificar que los católicos nos apartáramos de la nuestra fe.
Permítaseme, sin ánimo de ser pedante, citar las luminosas y conocidas palabras de San Ireneo en el cuarto libro de su obra Adversus Haereses: “Sobre esto hablan todos de manera semejante, pero no todos creen de manera semejante… También el Verbo se anunciaba a sí mismo y al Padre a través de la ley y de los profetas; y todo el pueblo lo oyó de manera semejante, pero no todos creyeron de manera semejante. Y el Padre se mostró a sí mismo, hecho visible y palpable en la persona del Verbo, aunque no todos creyeron por igual en Él…”. Todos tenemos la Biblia, hasta podemos consultar los Evangelios en griego, pero no todos creemos de manera semejante. Una cosa es clara y firme: sólo en la Iglesia Católica está la verdad revelada en su plenitud[1] y libre de todo error, es decir, sólo en la fe de la Iglesia Católica podemos leer la Escritura y entenderla tal cual quiso el Espíritu Santo que fuera realmente entendida.

b) Dicho esto, no profundizaremos en detalles secundarios menos importantes, como las simpáticas anécdotas de los Reyes Magos, el episodio del rescate del burro por parte de San José, o el dramático episodio en el que la Virgen es salvada por su esposo en el turbulento río. Cierto es que se pueden dar vueltas a estos hechos, pero los consideramos aún secundarios por carecer de fundamento histórico y no ofender al dogma. Pongamos también en este grupo la pésima caracterización del Arcángel San Gabriel, quizá la peor de todos los actores, y el modo de llevar a escena el lugar y modo de la Anunciación.

c) Centrémonos, pues, en lo realmente importante: la fe. Hay muchos elementos del dogma que nunca han sido definidos, y no por eso son menos infalibles, porque la infalibilidad se extiende no sólo a las definiciones solemnes, sino también al Magisterio Ordinario y Universal de los obispos con el Papa, y a los fieles que creen unidos a sus pastores[2].

Pues bien, esta película hiere verdades que los fieles han de creer y sostener, y en este punto vamos a profundizar brevemente en tres aspectos que nos parecen los más llamativos y hacen que la película deje, definitivamente, de poder considerarse católica.

3. La fe de la Iglesia, herida por la película

a) Llena de gracia

En un primer momento, y con ánimo de salvar al contrario, quise suponer que el traducir la palabra griega kecaritomenh (Lc 1, 28) por “oh, elegida”, no era sino una mala versión del guión original inglés hecha por algún mal traductor. No me equivoqué del todo. Si escuchan la película en su versión inglesa, el ángel dice un tímido “favored one”, es decir “la favorecida”. De todos modos, y aunque incomparablemente mejor que la traducción española, lejos está este “la favorecida” del “llena de gracia” o “full of grace” que la traducción católica ha dado desde el “gratia plena” de la vulgata, o el “gratificata” de la vetus latina. Y es que en este caso la traducción “literal” del participio perfecto kecaritwmenh ha cedido el paso a la traducción “teológica”, es decir, lo que la Iglesia entiende que San Gabriel quiere decir y dice con su saludo es que la Virgen es la llena de gracia por antonomasia, la “transformada por la gracia”. Como es sabido, la palabra kecaritwmenh procede del verbo griego causativo caritow. La forma de participio perfecto pasivo sin artículo que el Arcángel utiliza hace que este verbo sea un cuasi-sustantivo, y expresa la plenitud de gracia en María y el beneplácito divino derramado en su humilde esclava. Volvemos a San Ireneo: todos leemos lo mismo, pero no todos entendemos lo mismo. El criterio de verdad es la fe de la Iglesia. En este saludo del Ángel siempre hemos encontrado uno de los fundamentos bíblicos para la defensa de la Inmaculada Concepción e impecabilidad de María, junto con la fuente de su santidad que nos hace llamarla “Santísima” Virgen. Permítasenos traer a colación las palabras del Beato papa Pío IX en la Constitución Apostólica para la definición del dogma de la Inmaculada Concepción Ineffabilis Deus (n. 12): “Mas atentamente considerando los mismos Padres y escritores de la Iglesia que la santísima Virgen había sido llamada llena de gracia, por mandato y en nombre del mismo Dios por el Arcángel Gabriel cuando éste le anunció la altísima dignidad de Madre de Dios, enseñaron que, con ese singular y solemne saludo, jamás oído, se manifestaba que la Madre de Dios era sede de todas las gracias divinas y que estaba adornada de todos los carismas del divino Espíritu”.

b) Virginidad de José y María

“No conozco varón”, “andra ou ginwskw” (Lc 1, 34). Ésta es la objeción poderosa que la Virgen expone humildemente al ángel para suplicarle le aclare cómo debe llevar a cabo la voluntad de Dios si su deseo es el de no mantener relaciones con José, el varón con el que estaba desposada, ni con ningún otro hombre. Hay quienes añaden, como queriendo clarificar la interpretación de dicha objeción, un “todavía” inexistente: “Si aún no tengo relaciones con José”. Pero evidentemente, en el texto bíblico ni aparece el adverbio temporal “todavía”, ni aparece “José”. María en el momento de la anunciación estaba ya desposada. Según el proceder judío, tras los desposorios los nuevos esposos no convivían aún juntos y, por tanto, no había relación marital ordinaria. Si María no tuviese intención de permanecer virgen, la objeción quedaría sin sentido: tendría que ir a vivir con José y engendrar de él. Pero no es así. La pregunta de María al Ángel no es una negativa a ser madre, sino una pregunta a cómo serlo y permanecer virgen al tiempo. No es una objeción, sino una petición para que le fuera aclarado el modo de proceder. La respuesta del Arcángel es pura luz: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra”.
Ahora bien, evidentemente, para llevar a cabo este plan José debe ser cómplice de la virginidad de María, hecho que sólo ocurriría si él mismo tuviera intención de permanecer igualmente virgen. Sabido es que en la mentalidad judía el no tener descendencia era cuanto menos una desgracia. Si es cierto que las exégesis son dispares en este punto, nos parece lo más normal pensar que puesto que Dios elige a María y a José, les dé junto con su vocación los dones necesarios para llevarla a cabo. La virginidad voluntariamente elegida era muy rara (como en el caso de los ascetas del Qumram), pero no por eso podemos negar que en este caso excepcional José y María fueran depositarios de este don, y esto sin mayor repercusión en su vida social, puesto que a los ojos de todos eran padres del Niño Dios.

Es realmente trivial y puramente fabulado el modo como la directora de la película presenta la pedida de mano que José hace a Joaquín. Una situación forzada e innecesariamente dramática en la que María desprecia a un hombre cabal como José. Pudiera pensarse, para salvar la situación, que ese rechazo de María viene provocado por su deseo de virginidad, pero de hecho quien ve la película entiende que es pura imposición de marido a María. Seguramente la realidad sea mucho más natural: José y María se conocerían, hablarían, y como corazones enamorados de Dios se expondrían mutuamente sus deseos de vivir en virginidad. Posteriormente los padres de ambos concretarían los desposorios. Es más, podríamos conceder, aunque nos parece poco verosímil, que en José ese deseo de virginidad vino tras los desposorios, en sus conversaciones como esposo con su esposa María, y que antes los novios no hubieran hablado del tema. Si así hubiera sido, los padres de José y María habrían acordado el matrimonio y María habría accedido aun sin saber cómo mantener su virginidad, confiada en Dios mismo que le inspiraba este sublime deseo. Pero no nos cabe la menor duda de que en el momento de la anunciación los dos esposos viven ya firmemente esta ofrenda mutua de virginidad, y de aquí tanto la pregunta de la Virgen al Arcángel como la anunciación a San José en su turbación. Hablemos de ésta última.

No vemos cómo pueda fundamentarse en la narración evangélica todo lo que rodea al embarazo de María: desconfianza de San José, desprecio del pueblo que ve a María como adúltera, miradas acusadoras e insultantes hacia su esposo, etc. Cierto que a lo largo de los siglos arte, literatura y sociedad han creado tradiciones varias sobre la “duda de San José”, pero creemos que la película va más allá de lo razonablemente justo para no sólo decantarse absolutamente por una tradición dudosa, sino adornarla de modo trágico e insultante.
En el peor de los casos, aquel en el que San José queda como “engañado” por la Virgen hasta el anuncio del Ángel a éste, el pueblo nazaretano no tiene parte en la historia. De hecho, la existencia de San José tiene precisamente uno de sus misiones más significativas en el hecho de preservar, también públicamente, la “honradez” de la Virgen María. Este fin queda por los suelos en la película, y ambos, la Virgen y San José, aparecen deshonrados a los ojos del pueblo, y el santo varón además como injusto ante la ley. Aclaremos estos conceptos.

a) José, “varón justo”.

San Mateo nos dice: “José su marido, siendo justo”[3]. El término dikaioV denota no sólo justicia conmutativa, sino fidelidad y entereza, ser un hombre cabal ante Dios y los hombres. Ahora bien, continúa el evangelista: “y no queriendo…”. Nos detenemos aquí para poner sobre aviso de la correcta traducción del siguiente término: deigmatisai. Este verbo significa hacer patente, revelar o denunciar, es decir, mostrar una realidad oculta para hacerla conocer, sin que necesariamente ello comporte un aspecto negativo como en el caso de la denuncia[4].
Pongámonos ante nuestros ojos al justo José y la interpretación negativa. Si José alberga sospecha, o más bien le es patente que ha sido “engañado” por María, ¿cómo puede llamársele “justo” al tiempo que se niega a hacer justicia? Con mucho dolor del corazón debería, para cumplir lealmente con la ley mosaica, denunciar públicamente a María y hacerla víctima de las piedras. Si José, que era justo, opta por no denunciar a María, significa que no tenía motivo para denunciarla.
Dicho esto, pensamos que la traducción correcta de este versículo es la siguiente: “José, su marido, siendo justo y no queriendo ‘darle publicidad’, resolvió alejarse de ella secretamente”.
a) La repetición del pronombre “authn” parece suponer que el objeto directo tanto del verbo deigmatisai como de apolusai es la Virgen María, puesto que palabras antes lo ha llamado “su marido”, utilizando el posesivo authV. Apolusai ha sido normalmente traducido por “repudiarla”, optando por la interpretación que hemos llamado “negativa”, pero este verbo significa también abandonar, dejar libre, separarse, enviar lejos, e incluso dar a luz o expirar, en el sentido de dejar salir al niño que se lleva dentro o liberar el alma.
b) La luz se hace al considerar la situación de esta manera: José conoce por labios de su virgen esposa que ésta ha concebido del Espíritu Santo. El santo varón no quiere revelar a nadie este sublime secreto, antes bien, quiere proteger a su esposa de ojos curiosos e imprudentes. Es justo, y a él le parece demasiada grande esta carga. Su angustia es producida por el abrumador peso de una misión a la que no se siente llamado y de la cual no ha recibido noticia alguna de parte de Dios. Tiene miedo de “estorbar” el plan de Dios sobre su esposa y decide irse secretamente. Por eso teme “recibir en su casa a María”.
Leamos lo que sigue “to gar en auth gennhqen ek PneumatoV estin Agiou”, “Porque lo concebido en ella procede del Espíritu Santo”. En la interpretación negativa, esta es la explicación que el Ángel da a José para aclararle la paternidad del hijo de María. Sin embargo, nos parece mucho más coherente si no separamos esta expresión de la anterior, y la ponemos como la causa del temor de José, es decir, entendiendo que José no teme recibir a su esposa en casa porque su bebé pueda ser de otro, sino precisamente porque es del Espíritu Santo, y al mismo tiempo el Ángel le dice que esta operación del Espíritu Santo ha de ser causa de su consuelo y tranquilidad. Es como si el Ángel le dijera: “Tranquilo, precisamente porque tu esposa ha concebido por obra del Espíritu Santo nada has de temer”. Y a continuación, revela a José su participación en la paternidad del Señor al encomendarle el poner nombre a Jesús.
Finalmente, no dejemos pasar por alto, aunque no entremos ahora en más detalles desprendidos del texto griego, la no poca similitud entre el anuncio a José y el de la Virgen:
“No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios”.
“No temas, José, porque lo concebido en ella viene del Espíritu Santo”.

c) Virginidad “in partu”

En el mundo católico se llama a Santa María con el nombre de “Virgen”. Desde niños, aún sin conocer su significado, todos hemos aprendido a decir “la Virgen”, y esto basta para referirnos a la inmaculada Madre de Dios. El nombre de Virgen es adoptado por antonomasia para referirnos a Ella, lo cual ya nos da a entender que el hecho de la virginidad de María no es algo baladí, puesto que nuestra fe tiene en este dogma uno de sus principios “interpretativos” y como “radicales”, es decir, del que penden o están estrechísimamente unidos otros dogmas o verdades de fe inseparables de éste o más o menos estrechamente unidas a él, como la Encarnación del Verbo, la esponsalidad de la Iglesia con Cristo, la Maternidad de María respecto de la Iglesia, y hasta la procesión del Hijo desde el Padre Eterno. Por tanto, podemos decir, sin más consideraciones, que el hecho de la Virginidad de María no “da igual”. En los últimos tiempos parece haberse impuesto una moda en la que, intentando hacer de la Virgen una “mujer como las demás”, “mujer del pueblo”, desestimaba este don proprio de la Inmaculada. La corriente desvirtuadora y despreciadora de la virginidad, tan fuerte y maliciosa en nuestra sociedad, ha querido arrastrar consigo a la misma Virgen María y, con ella, dicho sea de paso, al mismo concepto de vida consagrada en virginidad/castidad. He aquí una de las fuentes de la corriente anti-celibato o, si se prefiere, pro-celibato opcional.
Por otra parte, cuando hablamos de la “virginidad” de la Virgen María ha de quedar meridianamente claro que hablamos no de una virginidad “espiritual” o entendida como virtud o voto, que pudiera tener lugar antes o después de haber mantenido relaciones sexuales. La virginidad a la que nos referimos es precisamente la que se refiere a la integridad corporal de la Virgen María. No abundaremos en por qué al hablar de virginidad pensamos principalmente en una realidad femenina que la Iglesia reconoce en la liturgia y en el martirologio. Bástenos expresar el hecho de que la Inmaculada permaneció íntegra en su corporeidad sexual o, dicho de otra manera, jamás mantuvo relaciones con San José, su fidelísimo –y virgen– único esposo según la carne.
No es nuestro objetivo defender ahora la virginidad de María antes del parto o después del parto. Ambas cosas entendemos ser incuestionables para la fe de cualquier católico y perfectamente defendibles incluso por quienes no lo son pero permanecen abiertos a la verdad que se desprende del Evangelio y la Tradición de la Iglesia. Fijémonos solamente en la virginidad in partu, hecho que es cuestionado en la película.
Si, ciertamente, podemos encontrar una intencionada y evidente diferencia entre el parto de San Juan Bautista y el de Nuestro Señor –los dolores y gritos de Santa Isabel–, no por eso queda impoluto el nacimiento de Cristo, presentado también entre angustias, esfuerzos y dolores.
No se nos escapa que este momento es secreto, seguramente hasta oculto al mismo San José y sólo conocido por la Virgen, quien tras dar a luz, ella misma envuelve al Niño en pañales y lo recuesta en el pesebre[5], cosa harto difícil para una madre que acaba de dar a luz. Aquí no apelamos directamente a la letra del Evangelio –aunque ésta nos dé pie a no pocas conclusiones–, sino a la voz de la Tradición y al sentir de la Iglesia. Dicho sea de paso, el hecho de que este tema en concreto –virginitas in partu–, y el dolor que éste conlleva, no ha sido ni tratado ni discutido tan prolijamente como otros temas marianos, se ha debido a dos causas principales y evidentes: la pacífica posesión y creencia de esta verdad en la fe de los católicos, y en segundo lugar, el profundo sentido de honestidad y respeto que el pueblo fiel siente sobre este “secreto” de la Virgen, expresado en su humilde y creyente silencio. No sólo la mínima duda respecto a este tema, sino incluso la conversación o disputa teológica en términos menos delicados respecto del mismo ofende profundamente el honesto y mariano corazón católico. Por eso cuando alguna vez se ha tratado este tema en la enseñanza catequética ha sido utilizando aquellas bellas y poéticas expresiones de San Bernardo (Homilía 2, “Super Missus est”): “El rayo de luz no le disminuye a la estrella su claridad, ni el Hijo a la Virgen su integridad”. Como sentencia San Basílio de Cesarea, los católicos “no soportan que se diga que la Theotokos dejó de ser virgen en un determinado momento” (Homilía del Nacimiento del Señor, PG 31, 1468s).
Desde siglos la Iglesia proclama a María como virgen antes, durante y después del parto. La devoción de las tres Avemarías, a la par de la evocación de la relación de la Inmaculada con las tres Personas divinas, pretende ser también una proclamación explícita de la lex credendi en la lex orandi de este triple “tiempo” de la virginidad de Santa María. En cualquier caso, bástenos ahora recoger unos escasos y riquísimos testimonios de la fe de la Iglesia expresada en los escritos de Santos Padres, entre ellos San Ildefonso, el ilustre defensor de la Virginidad perpetua de María, que en su Misa de la Expectación del Parto (celebrada por el Rito Hispano-Mozárabe el 17 de diciembre), hace rezar a la Iglesia en el rito eucarístico –la expresión más elevada de la oración litúrgica– con palabras absolutamente inequívocas sobre la virginidad in partu de María Santísima:
“Después de la concepción, la naturaleza no se encontrará ya con una virgen. Pero la gracia mostró una madre que engendra sin atentar contra su virginidad… La mujer que engendra una carne pura, deja de ser virgen. Pero el Verbo de Dios, nacido en una carne, conservó la virginidad de su Madre, demostrando mediante esto que era verdaderamente el Verbo. ¿Nuestro Verbo corrompe nuestro espíritu que lo produce? De la misma manera, Dios, Verbo sustancial, no destruyó la virginidad de su Madre, de quien había determinado nacer” (MG 77, 1349). Son palabras de Teodoreto, obispo de Ancira, en sus homilías incluidas en las actas del concilio de Éfeso y además citadas por santo Tomás de Aquino (Summa Theologica III, 28, 2).

“Fue concebido del Espíritu Santo en el útero de la Virgen Madre, la cual, del mismo modo que lo concibió salvando la virginidad, así salvando la virginidad lo parió”. Así lo escribe el papa San León I, en su Thomus ad Flavianum (DS 291), que por otra parte invito a leer entero o al menos lo que de él se puede encontrar en el Denzinger.

“Por Isaías quedas informado previamente sobre la madre no desposada, sobre la carne sin padre, sobre el parto sin dolor y el nacimiento sin mancha”. Gregorio de Nisa, en el siglo IV, como los testimonios anteriores, escribe esto para su tratado sobre la virginidad al explicar la profecía de Isaías 7, 14 (PG 46, 396).

Y para no alargar más este escrito, extractemos por fin algunas sentencias de la citada Misa de la Expectación del Parto (o de la Anunciación de Nuestra Señora), escrita por San Ildefonso de Toledo (606-667), que es junto con San Jerónimo el más ilustre e invicto defensor de la virginidad de la María Santísima:

“Alcemos nuestros ojos al cielo para ver la gloria de nuestro Salvador: cómo ensalza a la Virgen para que le conciba, cómo premia a la Madre cuando le da a luz.
Él se ha hecho al mismo tiempo don e Hijo: infundido en ella le otorga lo que a ella le falta, nacido de ella no se lleva lo que a ella le ha dado. No le priva del honor de llevarlo en su seno ni la entristece con los dolores del parto.
Acalla el gemido materno cuando va a nacer y deja que se manifieste la ternura hacia el ya nacido. Pues no está bien que gimiera de dolor la que alumbraba el gozo de todo el universo, o que el origen de la alegría conociera la opresión del dolor (…)
¡O inefable acción de Dios! Dentro se experimenta el crecimiento del poder divino, y fuera no se pierde la perfecta virginidad.
El Hijo Unigénito de Dios sale de las entrañas maternas sin abrir la vía natural del parto.
Al ser concebido y al ser alumbrado sella el seno de la virgen y lo deja intacto.
En esto, por lo que se refiere a nuestra salvación, la misma naturaleza humana resulta una victoria, pues con este parto ha vencido al enemigo no menos que lo hará con el duro combate, y es que por el misterio de su concepción el enemigo se ha dado cuenta de que el que nace viene para reinar” (Oratio admonitionis).

“Señor Jesucristo, tú eres el Verbo que te has hecho carne de manerea que el seno virginal te concibiera por la sombra del Altísimo y para darte a luz no tuviera que abrirse la puerta del cuerpo materno” (Alia).

“Hecho hombre para redimir a los hombres, salió como un rayo de luz purísima del pudoroso seno virginal (…)
Sólo Él tuvo una concepción nueva e inusitada, de la que no se deriva la muerte, y un parto virginal sin dolor para su Madre” (Illatio).

“Él confirió a la Virgen la castidad, y no privó a su Madre de la gloria de la virginidad” (Post Sanctus).

Esta ininterrumpida enseñanza ha sido sintéticamente recogida por el Misal Romano de Rito Ordinario en su prefacio I de la Virgen María y en la oración sobre las ofrendas del común de Santa María Virgen, retomando la enseñanza de la Constitución Dogmática Lumen Gentium 57: “El que al nacer de su madre no menoscabó su integridad, sino que la santificó…”.

Ella, la Inmaculada siempre Virgen y su Esposo San José, nos mantengan fieles usque ad sanguinem en la fe que hemos recibido de los apóstoles y en la comunión con el Papa, dulce Cristo en la tierra.
[1] Cfr. Constitución dogmática Dei Verbum 7ss.
[2] Cfr. Constitución dogmática Lumen Gentium 12 y 25.
[3] Mt 1, 19.
[4] Cfr. Ignacio de la Potterie, María en el misterio de la Alianza, BAC, pp. 71ss. En nuestra interpretación hacemos acopio de varias de las intuiciones de este autor.
[5] Lc 2, 7.