miércoles, 30 de junio de 2010

Concilio Vaticano II, concilio católico

Discutía hace meses con un sacerdote sobre un tema disciplinar. Yo, haciendo lo más rápido que me fue posible acopio mental del magisterio que apoyaba la disciplina en cuestión, ofrecí mis argumentos. Mi buen adversario, por el contrario, me espetó con un arma de difícil mecanismo y fácil disparo: “El espíritu del Concilio”. Evidentemente, se refería al último ecuménico. Mi respuesta fue rápida: “¿Te has leído los textos conciliares?”, “Casi todos”, me contestó. “¿Y en qué Constitución, Decreto o Declaración está escrito ese “espíritu”? Me contestó, algo vagamente, que el espíritu se encuentra en la forma de interpretar y poner en práctica dichos escritos, respuesta para la cual no hace falta tener muchas luces. Continué: “¿Y la práctica o interpretación es magisterial, o sólo lo escrito y tal cual está en el latín original?” Llegados a este punto, me dijo que era un integrista y que si no sé leer. Le dije que sí, que yo había leído el Concilio varias veces y en latín, y que por ninguna parte encontraba fundamento al espíritu en el que él se apoyaba para deslegitimar la disciplina que nos ocupaba. No podíamos hablar más tiempo, porque cada uno debía irse a sus obligaciones. Él me entendía perfectamente, y yo a él más de lo que él se creía. Evidentemente, entiendo a lo que uno se refiere cuando habla del “espíritu del Concilio”, pero con la misma evidencia soy capaz de distinguir cuándo uno busca un apoyo ilegítimo para una doctrina heterodoxa o una praxis equivocada.

Mi buen amigo, con todo mi respeto, es de los llamados progres. Y sin embargo, su argumento sirve también para los llamados integristas. Y con ellos me refiero a los que condenan los textos del Concilio como heterodoxos, y no por ellos mismos, sino por su espíritu. Entre ellos me he encontrado muchos que no utilizan la analogía y leen los textos conciliares como ciertas facciones protestantes la Sagrada Escritura. Otros, que quieren sacar punta a las expresiones más normales y ortodoxas, aunque, es verdad, a veces poco “tajantes”. Y otros que me hablan del Concilio por escritos de “teólogos” posteriores, no por el Concilio mismo.

El Concilio Vaticano II es, en su gran mayoría, claro y tradicional. Cualquier alma sencilla que lo lea puede decir: Es lo de siempre, pero más adornado, más explicado, a veces menos concreto… pero a la postre, la doctrina católica de siempre. ¿Y esto por qué? Porque las almas sencillas entienden y leen el Concilio desde la fe y sin complicaciones. Y este es el esfuerzo que pido yo a mis amigos, una vez más para entendernos, integristas, (palabra peligrosa ésta, porque yo me considero también integrista, pero ya me entiende el lector por dónde quiero ir y a qué me quiero referir): el esfuerzo de intentar entender ortodoxamente el Concilio, y la humildad y el esfuerzo necesarios para hacerlo. Repito, los textos son pretendidamente ambiguos a veces, poco concretos otras; allí graves omisiones, allá expresiones novedosas y multiinterpretables. De acuerdo. Pero, ¿por qué no hacer el esfuerzo de intentar entender ortodoxamente? Sabemos que el Concilio muchas veces no siguió aquella máxima de San Ireneo citada por Santo Tomás de Aquino, que los cristianos no deben utilizar las mismas palabras que los herejes, para no dar a entender que les dan la razón (Cf. Summa Theologica, III, q. 16, a. 8). Mas de esto no puede seguirse la afirmación de que se les dé dicha razón, sino más bien el peligro de confusión. Tal peligro existe y es una cesión peligrosísima, ciertamente; mas de aquí no se sigue necesariamente que una expresión interpretable deba ser necesariamente interpretada al modo heterodoxo. Me viene a la mente aquello que dijo S. Pío X del Cardenal Newman, al que yo no tengo especial devoción ni religiosa ni intelectual: “Profecto in tanta lucubrationum eius copia, quidpiam reperiri potest, quod ab usitata theologorum ratione alienum videatur; nihil potest quod de ipsius fide suspicionem afferat” (S. Pío X, carta Tuum illud opusculum, del 10 de marzo de 1908). Y más aún, salvando la analogía de personajes, lo que decía San Pedro en el capítulo tercero de su segunda carta sobre los escritos de San Pablo: “… Sicut et carissimus frater noster Paulus secundum datam sibi sapientiam scripsit vobis, sicut et in omnibus epistulis loquens in eis de his; in quibus sunt quaedam difficilia intellectu, quae indocti et instabiles depravant, sicut et ceteras Scripturas, ad suam ipsorum perditionem. Vos igitur, dilecti, praescientes custodite, ne iniquorum errore simul abducti excidatis a propria firmitate; crescite vero in gratia et in cognitione Domini nostri et Salvatoris Iesu Christi”. O sea, que tanto el Cardenal Newman como San Pablo ¡son ortodoxos! No me tenga el santo en cuenta la ironía, y sí el lector lo que quiero decir: que es fácil sacar punta al Concilio, claro que sí, pero no es es la misión del católico, sino muy otra.

En el Seminario, estudiando Patrística, el profesor me admitió como trabajo de la asignatura una traducción del Contra errores Græcorum, opúsculo escrito por el Angélico. En él, el Santo intenta desmontar los errores de los griegos, quienes precisamente apoyan sus afirmaciones en expresiones tomadas de Santos Padres y Escritores eclesiásticos, incluso de actas conciliares. Pudiérase objetar que aún la Teología no había alcanzado su cénit, que el lenguaje teológico estaba aún en formación, etc… Estas objeciones son válidas en ciertos casos, mas ni mucho menos en todos. San Atanasio, San Cirilo, San Serapio, son suficientemente claros para no inducir a error. ¿Qué ocurre, entonces? Que los ortodoxos (heterodoxos) o bien sacaban de contexto, o bien daban un sentido distinto a las expresiones de esos santos que llevaban a errores o a confusión. Bien, pues Santo Tomás intenta corregir esas desviaciones, explicando ortodoxamente lo ortodoxamente escrito, aunque a veces adoleciera de falta de claridad, o fuera “forzadamente” interpretado para decir lo que no querían decir sus autores originales. Otro principio de San Ignacio de Loyola que hace mucho bien y viene a caso es el de intentar “salvar la proposición del contrario”. Aquí, perdóneseme, el “contrario” es el Concilio, y yo tengo que hacer el esfuerzo por salvarlo, no por condenarlo. Y en este esfuerzo hemos de empeñarnos todos los católicos, puesto que los enemigos de la fe de la Iglesia ya se afanan en torcer su interpretación y dar a luz su diabólico “espíritu”. Como dice el mismo santo en la 9ª regla para sentir con la Iglesia, debemos “alabar todos los preceptos de la Iglesia, teniendo ánimo prompto para buscar razones en su defensa y en ninguna manera en su ofensa”.

Yo no soy Papa, ni obispo; soy un pobre sacerdote que quiere ser fiel a la Iglesia hasta la sangre. Cuando uno estudia Historia de la Iglesia encuentra capítulos verdaderamente tristes, penosos. Recuerdo cuántas luces me dio la lectura del libro de Hugo Wast sobre San Juan Bosco. Una frase del mismo se me grabó a fuego: “El Papa es infalible en su magisterio, no en su ministerio”. Y esto me consoló mucho. A veces, el Papa pudiera ser débil, transigir con mediocridades que ponen en peligro la vida católica en plenitud. Incluso al enseñar ocurre que a veces es ambiguo, y uno como que se siente movido a imaginarse papa y dar lecciones de gobierno y magisterio, condenar a uno, excomulgar a otro, decir las cosas de otra manera, rechazar a tal personaje, y todo ello en aras de la valentía cristiana y del fuego que arde en el alma del católico fiel. Y sin embargo las cosas no deben ser tan fáciles, ¿no? El Concilio Vaticano II fue un encaje de bolillos en el que había que conjugar la pureza de la fe católica, el deseo de no importunar ni a los miembros de otras religiones, ni a los herejes, ni a los políticos, ni a nadie; y todo ello intentando dar vigor y esperanza a la Iglesia. Me imagino que debió ser difícil. En mil partes pueden leerse los entresijos y artimañas de los padres conciliares, hechos que en principio son “secretos”. Recuerdo cómo gozaba en el Seminario leyendo los esquemas preparatorios en las Actæ Concilii Vaticani II, expresión de ortodoxia al más puro estilo del catecismo de San Pío X, y mi desilusión al ver que todo se diluía y el fin era muy distinto del principio. Y con todo, jamás, repito, jamás he encontrado nada que sea heterodoxo en los textos conciliares, o si quieren nada que no pueda ser entendido de modo ortodoxo en los mismos, a veces, lo reconozco, haciendo verdaderos equilibrios teológicos, tantos como los que hicieron los padres conciliares para ser, diciéndolo de forma brutal, “ortodoxos con expresiones fácilmente interpretables de forma heterodoxa”.

Uno de los diques de esta última forma de interpretación son las notas, tanto las aclaratorias como las que están a pie de página. Su estilo suele ser más “tradicional”, más dogmático, o sea, en muchos casos, por así decir, “lo mejor”. Así ocurre con la Nota de la Constitución Lumen Gentium, que explica el sentido de la “Colegialidad” de los obispos respecto del poder absoluto del Papa; las respectivas notas de ésta Constitución y la Dei Verbum, que intentan al menos aclarar la cualificación teológica de las mismas.

También existen las aclaraciones dentro del mismo texto de los documentos. Así, en la Declaración Dignitatis Humanæ, el número primero se ve en la obligación de dar la “clave interpretativa” de todo el documento: “Ahora bien, puesto que la libertad religiosa que exigen los hombres para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios, se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo”. Es decir, que si de este decreto se extrajeran doctrinas novedosas y contrarias a la doctrina católica tradicional, estaríamos ante una interpretación torcida del mismo, trampa por otra parte en la que es harto fácil caer. El número 4 de dicha Declaración comienza así: “Libertas seu imunitas a coërcitione in re religiosa“, o sea, que hay que entender libertad religiosa como inmunidad de coacción para la fe, cosa que es pura tradición y si me apuran, verdad metafísica, puesto que el acto de fe es por su propia naturaleza libre, y si no es libre, ni es acto de fe, ni conlleva mérito. Igualmente, si en las notas a pie de página se cita, por ejemplo, las Encíclicas Libertas præstantissimum e Immortale Dei de León XIII (notas 2 y 7) y la Summa Theologica de Santo Tomás (notas 3 y 4), las enseñanzas conciliares habrán de leerse a la luz de estos textos y no de otra manera. En ninguna parte se enseña que todas las religiones sean iguales, que cualquiera de ellas sea camino de salvación, etc. Sí, a veces la expresión no es clara, o es poco fuerte, o condescendiente; tómese pues, como puntales, lo católicamente claro, y desde ahí lea lo demás.

Recuerdo que una vez un amigo sacerdote me dejó completamente perplejo, de esas veces que prefieres suspender el juicio porque temes meter la pata contra la fe de la Iglesia o el debido respeto y sumisión a su Jerarquía. La cuestión versaba sobre un párrafo de la Declaración Nostra ætate, en particular el referido a los budistas: “En el Budismo, según sus varias formas, se reconoce la insuficiencia radical de este mundo mudable y se enseña el camino por el que los hombres, con espíritu devoto y confiado pueden adquirir el estado de perfecta liberación o la suprema iluminación, por sus propios esfuerzos apoyados con el auxilio superior”. Mi compañero me instaba a abrir los ojos y ver cómo la Iglesia reconocía que el Budismo era camino de salvación. La verdad, no supe qué decir ni qué pensar. Me pasé días leyendo y rezando. Y no pasaron muchos días hasta que desbloqueé mi pensamiento: esto no es lo que la Iglesia enseña como enseñanza propia, sino lo que la Iglesia enseña que los budistas enseñan. Es enseñanza budista recogida por la Iglesia como enseñanza budista, no enseñanza “asumida” por la Iglesia y enseñada como católica. Y esto ocurre en multitud de lugares.

Otro amigo me llamó la atención sobre la enseñanza conciliar acerca de la Santísima Virgen, en particular un texto del número 58 de la Lumen gentium: “También la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe», y continuaba diciéndome: “como si ella no hubiese sabido desde la Anunciación que Jesús era el Hijo de Dios, de la misma sustancia que el Padre, el Mesías profetizado”. Este es el modo de leer el Concilio que yo no comparto, es más, que me parece ilegítimo.

Vayamos por partes: ¿Qué significa peregrinación en la fe? Todos podemos entender que significa vivir esta vida con fe, virtud que desaparecerá en el Cielo. Dicho esto, podemos ahondar más en la palabra “avanzar”, esto es “crecer en la fe”. Es decir, que el texto quiere enseñar que la Virgen Santísima tenía fe y crecía en ella, como ocurre con los buenos católicos.

Primero: ¿La Virgen tenía fe? La Virgen Santísima tenía fe en grado sumo, como el resto de virtudes que concomitaban con su sumo grado de gracia habitual, la cual, a diferencia de Cristo, fue creciendo en ella de día en día, latido a latido. La fe como virtud desaparece bien por el pecado mortal, bien por la visión beatífica. Lo primero es impensable y herético en la Virgen. Lo segundo no ocurrió, al menos de modo habitual, hasta su Asunción.

Segundo: La fe puede entenderse en cuanto a la intensidad del acto, o bien en cuanto a la extensión de los conocimientos. Y de ambas maneras creció la Virgen en la fe según los mejores teólogos, entre los cuales no me cuento. Según la Inmaculada conocía más y más al Señor, descubría el cumplimiento de las profecías, escuchaba las palabras de su Hijo, y por otra parte los dones e iluminaciones del Espíritu Santo se derramaban inconmensurablemente en ella, así su fe crecía en intensidad y extensión.

Aquí podríamos seguir escribiendo y hacer un tratadillo sobre la fe de la Virgen María, pero este no es nuestro propósito ahora, sino hacer ver que en la lectura de los textos conciliares no hay que ser enrevesado ni buscar, permítaseme decirlo así, cinco patas al gato.

Para concluir, quisiera expresar mi convicción de que no hay que leer ni asumir el Concilio de modo minimalista, pasando por alto lo que no es tan fácil de asumir; ni menos rechazarlo como no católico, a saber, como pensando: “Es heterodoxo, pero al menos no es infalible, por lo cual puedo no asumirlo y seguir permaneciendo fiel a la Iglesia”. Esta no es mi postura ni la quiero para ningún católico, que viviría en una “esquizofrenia” católica difícilmente asimilable con una pacífica vida cristiana. Leamos el Concilio con corazón católico, con mente católica, con entendimiento católico. No sólo porque se puede, sino porque así es: un Concilio humano, lleno de limitaciones, pero universal y católico.

jueves, 24 de junio de 2010

Educación moral y matrimonio homosexual

Tengo amigos, muy buenos amigos, que viven alegremente (o eso realmente parece) con atracción al mismo sexo, algunos de ellos "casados". También tengo amigos, muy buenos amigos, que sufren esta misma atracción y quisieran ser heterosexuales. Jamás permitiré, y estoy dispuesto a partirme la cara con quien haga falta, que se insulte a ninguno de mis amigos, se les haga de menos o se les discrimine. Pero igualmente me partiré la cara con quien haga falta, y estoy dispuesto a dar mi vida en el empeño, por defender la unidad, indisolubilidad y verdad del matrimonio heterosexual, único matrimonio verdadero, dispuesto así por Dios en el orden natural, y elevado a sacramento por Cristo.
Estos días se cumplen los cinco años de la aprobación del llamado "matrimonio homosexual" en España. Con este motivo han tenido lugar varios actos y otros que se llevarán a cabo. Soy totalmente contrario a la celebración del Día del Orgullo Gay. Una cosa es pedir respeto a la dignidad de los que tienen atracción al mismo sexo, y otra muy distinta el hecho de que con este "pretexto" se insulte a la Iglesia, se blasfeme contra Dios, se denigre el matrimonio, se desprestigie y ofenda miserablemente a las familias hombre-mujer y a quienes piensan que el matrimonio heterosexual es el único matrimonio verdadero y así quieran defenderlo y enseñárselo a sus hijos, y todo ello envuelto en un lujurioso procesionar de carrozas con hombres y mujeres disfrazados y/o "semi" desnudos. El hecho de que dicha celebración conlleve un indignante derroche de dinero y medios es lo menos importante.
De todos es sabido que el veneno comunista, tras eliminar todo atisbo de sobrenaturalidad en los individuos, familias y sociedades, quiso y quiere robar el derecho primordial de los padres a la educación de sus hijos según sus rectas convicciones. Pretendiendo suplantar a Dios, se cree con la potestad de determinar cómo han de ser las familias, incluido cómo ha de transcurrir su vida sexual (Me viene a la cabeza que son ellos mismos los que nos acusan a los sacerdotes de estar siempre metidos entre las sábanas de los matrimonios). El Estado asume la educación, pasa por encima de los padres usurpando y expropiándoles sus derechos fundamentales, y enseña la moral según corresponda a las ideas de quien ostenta el poder y se arrogue la autoridad. Educar cristianamente a los hijos es una labor martirial, sí, hasta el derramamiento de la sangre.
Por eso, queridos amigos que tenéis atracción al mismo sexo: os amo con toda mi alma, rezo todos los días por vosotros y os defenderé contra cualquiera que pretenda haceros daño. Mas si tuviera que elegir entre vosotros o Dios, -como ocurriría si tuviera que escoger entre Él y mis padres, mi familia, o mi vida-, no lo dudéis, Dios siempre sobre todo aunque me exprimieran la sangre. Y así le ruego ocurra también entre vosotros. Repito, os amo de veras, pero como amigos en el Señor. Si cediera al error, a la mentira o a la injusticia, no podría amaros y ningún bien os haría mi amistad. Rezad también por mí. Un fuerte abrazo.

viernes, 11 de junio de 2010

Shen fu zai Zhongguo, sacerdote en China

Estamos acabando este Año Sacerdotal. Acabo de rezar las Primeras Vísperas del Sagrado Corazón de Jesús. Y así, lleno de amor por el Señor, quisiera hacer una entrada de blog algo especial, una confidencia en voz alta.

Cada día que pasa, mejor dicho, cada latido que da mi corazón, se acrecienta más y más mi deseo de ir a China. Por ahora, sigo haciendo lo que me mandó el Card. Cañizares cuando entregó las biblias en mandarín a mis feligreses chinos: que estudiara chino, rezara, y atendiera todo lo posible a los chinos católicos que conociera. Y es lo que estoy intentando hacer. En cualquier caso, y mientras la Obediencia no dispone otra cosa, no puedo sino calentar mi alma con tan santos deseos como los de predicar el evangelio, hacer católicos a los que vivan en el error y confirmar a los que son ya hijos de la Santa Madre Iglesia, y si el Señor me quisiera dar esta gracia, ¡ay atrevido de mí!, desde ahora irme preparando para una vida martirial en su decurso y en su final. No tengo miedo. Y espero que el Señor me sostenga y lleve a término estos benditos anhelos.

Estudiar chino se me hace difícil, pero es que lo es. Por un lado, hay que estudiar la pronunciación de las palabras, y por otro la grafía de las mismas. Es como aprender dos idiomas distintos al mismo tiempo, con la dificultad añadida de que en el carácter no siempre hay alguna pista de cómo haya de leerse… En fin, voy avanzando y estoy muy contento con mis estudios. Cuando veo que es difícil, pienso que si Dios lo quiere no hay impedimento posible; además experimento que el amor facilita muchísimo el aprendizaje.

Traigo a colación dos textos que me ayudan infinitamente cuando asoma el desánimo, aunque sea muy a lo lejos. Uno es el de una carta de San Francisco Javier a Juan III de Portugal. Me encanta pensar que en China, en Talavera o en Júpiter, nada ocurre que no disponga y permita Nuestro Señor, así para lo bueno como para lo malo. Esta verdad quita muchas preocupaciones, especialmente cuando uno piensa en los embates del enemigo terreno y del Enemigo angélico. Les invito a leerla con devoción y como metiéndose en el corazón de San Francisco Javier: corazón encendido de amor y de celo por la salvación de los chinos.

Doc. 109

A Juan III, Rey de Portugal

Goa 8 de abril 1552

«2. Este año van dos hermanos de la Compañía [Alcáçova y Silva] al Japón, a la ciudad de Amanguche, donde hay una casa de la Compañía, y un padre y un hermano [Torres y Fernández], personas de mucha confianza; están con los cristianos de Amanguche. Será Dios N. S. servido que con el mucho favor de V. A. irán continuamente en aumento las cosas de la cristiandad del Japón.

3. También escribí a V. A. cómo estaba determinado de ir a la China por la mucha disposición que me dicen todos que hay en aquellas partes para acrecentarse nuestra santa fe.

4. Yo me parto de Goa, de aquí a cinco días, para Malaca, que es camino de la China, para ir desde allí en compañía de Diego Pereira a la corte del rey de la China. Llevamos un presente muy rico al rey de la China, de muchas y ricas piezas que compró a su costa Diego Pereira. Y de parte de V. A. le llevo una pieza, la cual nunca fue enviada de ningún rey ni señor a aquel rey, que es la ley verdadera de Jesucristo nuestro redentor y señor. Este presente que V. A. le envía es tan grande, que, si él lo conociera, lo estimara más que ser rey tan grande y poderoso como es. Confío en Dios N. S. que tendrá piedad de un reino tan grande como este de la China, y que por sólo su misericordia se abrirá camino para que sus criaturas y semejanzas adoren a su Criador, y crean en Jesucristo, Hijo de Dios, su salvador.

5. Vamos a la China dos padres y un hermano lego [Javier, Gago y Ferreira], y Diego Pereira por embajador para pedir los portugueses que están cautivos, y también para asentar paces y amistades entre V. A. y el rey de la China; y nosotros, los padres de la Compañía del nombre de Jesús, siervos de V. A., vamos a poner guerra y discordia entre los demonios y las personas que los adoran, con grandes requerimientos de parte de Dios, primeramente al rey, y después a todos los de su reino, que no adoren más al demonio, sino al Criador del cielo y de la tierra que los crió, y a Jesucristo, salvador del mundo, que los redimió.

Grande atrevimiento parece éste, ir a tierra ajena y a un rey tan poderoso a reprender y hablar verdad, que son dos cosas muy peligrosas en nuestro tiempo. Y si entre cristianos es tan peligroso el reprender y hablar verdad, ¡cuánto más será entre gentiles! Pero sólo una cosa nos da mucho ánimo: que Dios N. S. sabe las intenciones que en nosotros por su misericordia quiso poner, y con esto la mucha confianza y esperanza que quiso por su bondad que tuviésemos en él: no dudando en su poder ser sin comparación mayor que el de el rey de la China. Y pues todas las cosas criadas dependen de Dios, y tanto obran cuanto Dios les permite y no más, no hay de qué temer sino de ofender al Criador y de los castigos que Dios permite que se den a los que le ofenden. De manera que mayor atrevimiento parece tener osadía para manifestar la ley de Dios personas que ven claramente sus culpas y faltas tan manifiestas, que no tener osadía de ir a tierra ajena y de un rey tan poderoso, y a reprender y a hablar verdad. Pero en esto vamos confiados en la infinita misericordia de Dios nuestro Señor que, conociendo claramente ser indignos instrumentos, Dios quiso darnos estos sus deseos siendo pecadores, como somos; y la osadía que parecía en nosotros de no temer manifestar su nombre en tierra ajena, es necesario que se convierta en obediencia, pues Dios es así servido.

6. Muchas mercedes he pedido a V. A. para los que en estas partes le han servido, y V. A. por hacerme merced siempre me las ha concedido, de lo que yo quedo obligado a servirle, y por estas mercedes humildemente le beso las manos. Ahora le pido una merced en nombre de la cristiandad de estas partes, así de los portugueses como de los de la tierra, y también en nombre de toda la gentilidad, principalmente de los japones y chinos: y es que V. A., atendiendo a la gloria de Dios y conversión de las almas, y obligación que V. A. tiene a estas partes, le pido tan encarecidamente cuanto puedo que dé orden y manera V. A. cómo para el año que viene vengan muchos padres de la Compañía del nombre de Jesús, y no legos. Y estas personas que sean de muchos años de probación, no solamente de los colegios, sino en el mundo, confesando y haciendo fruto en las almas donde hubieren sido experimentados y probados, porque de éstos tiene necesidad la India; porque de letrados sin experiencias y prueba de lo que es mundo, no se hace mucho fruto en esta tierra. Por tanto pido mucho a V. A., en nombre de Dios y de sus imágenes y semejanzas, que escriba al padre Ignacio a Roma para que dé orden para que algunos padres de la Compañía muy probados en el mundo, que sean para muchos trabajos, aunque no sean predicadores, los envíe a estas partes, porque de éstos tiene necesidad el Japón y la China y también la India. Y juntamente con éstos enviase un padre a estas partes para ser rector de esta casa, persona de quien confíe mucho el padre Ignacio por las muchas pruebas de su vida, y que el padre estuviese muy informado en las cosas de la Compañía. Y no dude V. A. que con la venida de estos padres de misa se haría mucho fruto en la India, principalmente en el Japón y en la China, porque estas dos partes requieren personas que pasaron muchas persecuciones y fueron muy probadas en ellas; y también, juntamente con esto, que tengan letras para responder a las muchas preguntas que hacen los gentiles discretos y avisados, como son los chinos y los japones.

Y para encarecer la necesidad que hay de estos padres para estas partes, me pareció que fuese un hermano [Andrés Fernándes] de esta casa a Portugal para hacer presente la necesidad que hay de estos padres en la India; y sobre esta necesidad escribo al padre maestro Simón y al padre Ignacio ahora. V. A., por servicio de Dios nuestro Señor, pues aquí no se trata sino de la gloria de Dios y fruto de las almas y descargo de la conciencia de V. A., le pido encarecidamente por merced, en nombre de Jesucristo, que haga este servicio tan señalado a Dios, pues está en mano de V. A. escribir al padre Ignacio, para que por toda la religión del nombre de Jesús busque abundancia de padres para estas partes, para el Japón y la China, porque me parece que se hallarán fácilmente, pues no es necesario sean predicadores.

7. Del fruto que hacen los padres y hermanos de la Compañía que están esparcidos por tantas partes de la India, el padre que queda rector del colegio de Goa, escribirá a V. A. muy por extenso, dando cuenta de todo.

8. Ahora, por final de esta carta, pido otra merced a V. A.: que tenga especial atención y cuidado de su conciencia, más ahora que nunca, acordándole la cuenta tan estrecha que ha de dar a Dios N. S.: porque quien en vida vive con este cuidado, a la hora de la muerte está muy confiado y descansado; y quien se descuida en la vida de la cuenta que ha de dar a Dios, se halla tan embarazado en la hora de la muerte, y tan nuevo en dar esta cuenta, que no acierta. Y así ahora por final encomiendo a V. A. que tenga muy especial cuidado de sí mismo, y no deje este negocio ni se confíe de ninguno, sino de sí mismo. Nuestro Señor acreciente los días de vida a V. A. por muchos años, y le dé a sentir en vida lo que quisiera haber hecho en la hora de su muerte.

Escrita en Goa, a los 8 de abril de 1552 años.

Siervo inútil de V. A.

Francisco».

Me parece que la carta dice tantas y tan bellas y profundas cosas que temo “profanarla” si hago algún comentario.

El segundo texto que hoy les presento está tomado del libro de los Hechos de los Apóstoles. A muchos les resultará completamente desconocido. Es una de esas perícopas que no aparecen en la liturgia de la Misa, como tantos otros fabulosos textos bíblicos, muchos de ellos omitidos en la reforma del leccionario.

San Pablo va a casa de San Felipe diácono, en Cesarea, con intención de dirigirse desde allí a Jerusalén. Intentan persuadirle, incluso con una profecía al modo judío –signos externos chocantes: Agabo, el profeta, se ata de pies y manos con el cinturón de San Pablo en plan cordero a punto de ser sacrificado–, de que no vaya adonde no va a encontrar sino persecución; pero San Pablo, lleno del fuego del Señor, muestra su disposición al martirio.

Hechos de los Apóstoles 21, 8-15

«Al día siguiente, volvimos a partir y llegamos a Cesarea, donde fuimos a ver a Felipe, el predicador del evangelio, unos de los Siete, y nos alojamos en su casa. El tenía cuatro hijas solteras que profetizaban. Permanecimos allí muchos días, y durante nuestra estadía, bajó de Judea un profeta llamado Agabo. Este vino a vernos, tomó el cinturón de Pablo, se ató con él los pies y las manos, y dijo: «El Espíritu Santo dice: Así atarán los judíos en Jerusalén al dueño de este cinturón y lo entregarán a los paganos». Al oír estas palabras, los hermanos del lugar y nosotros mismos rogamos a Pablo que no subiera a Jerusalén. Pablo respondió: «¿Por qué lloran así y destrozan mi corazón? Yo estoy dispuesto, no solamente a dejarme encadenar, sino también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús». Y como no conseguíamos persuadirlo, no insistimos más y dijimos: «Que se haga la voluntad del Señor». Algunos días después, terminados nuestros preparativos, subimos a Jerusalén».

No dilato más esta entrada. Solamente quisiera pedir a mis pacientes lectores, que se acuerden de este pobre pecador y pidan por mí a la Señora. Como decía San José Freinademetz, misionero mártir en China, “El mejor lugar del mundo es aquel donde Dios me quiere ahora”. Así sea.