viernes, 26 de enero de 2007

VIVIR LA CASTIDAD MATRIMONIAL EN UN MUNDO SIN DIOS

No es la lepra, la peste, ni la gripe. Hoy la epidemia es el sida. A nadie se le escapa la gravedad de esta enfermedad difundida con velocidad proporcional a la del olvido de Dios y desprecio de la naturaleza creada y del amor humano. Allí donde hay más promiscuidad sexual y mayor drogadicción, es donde hay más sida. Los remedios, mejor aún, “el remedio” propuesto por las autoridades pertinentes no parece ser sino el uso del preservativo. Éste parece también ser el remedio contra la pobreza en los países subdesarrollados, el causante de la felicidad matrimonial, el “evita-niños-sin-matarlos” de los padres llamados responsables, el juguete más divertido para el fin de semana de los adolescentes, objeto indispensable en el bolso de su hija y en la mesilla de noche, artículo para mayores y menores de edad de venta las 24 horas del día en cómodos dispensadores colocados en bares y farmacias. En resumen, parece ser que el preservativo se ha convertido en poco menos que la fuente de la felicidad, si no su medio indispensable. Y sin embargo, la realidad es evidente: sida, divorcios, abortos, embarazos extramatrimoniales, pobreza… ¿Qué está pasando?

1. El bien y el mal

El mal no es siempre “daño físico a otra persona”, pero siempre es ausencia de bien. En la vida cotidiana hay muchas cosas que hacen mal, aunque no siempre duelen físicamente. Por ejemplo, si un niño de dos años da una patada a su madre, ciertamente no le romperá la pierna, pero posiblemente parta en dos su corazón maternal. Si alguien me insulta o insulta a quien yo amo, no hay tirita que cure esa ofensa. Si uno hace mal su oficio, perjudica a cuantas personas son beneficiarias de su trabajo. Estos ejemplos dan algo de luz, pero no llegan aún al fondo de la cuestión.
Supongamos que uno tiene tendencia a comer sin medida. Es claro que puede llegar sufrir de obesidad. Ahora bien, imaginemos que tal persona tiene un metabolismo capaz de digerir cuanto come, y por eso su forma física es y será excelente. ¿Diríamos en tal caso que “es bueno comer sin medida”? En el comer humano no sólo toman parte la boca y el estómago. Las funciones “animales” del hombre están dominadas y regidas por la razón. Por eso entendemos qué significa “comer como un animal”. Digamos lo mismo de otras funciones corporales como dormir o ir al baño… En eso también demostramos que somos humanos, que somos capaces de dominar el tiempo y modo de realizarlas. Cuando uno vive irracionalmente se aleja de lo que le distingue y ensalza sobre las otras criaturas: ser inteligente y libre. Además, recordemos que ninguna acción humana es indiferente: al obrar uno se hace mejor o peor, y en cada acción va edificando su propia personalidad, su vida.
Otro aspecto fundamental es caer en la cuenta de que somos seres sociales por naturaleza. Ni estamos hechos para vivir solos, ni podemos vivir sin la ayuda de los demás. Nuestras acciones tienen repercusiones en mayor o menor medida sobre los demás. Hay mil acciones que debe realizar cada uno, como comer, dormir, asearse, ser ordenado, estudiar o trabajar, divertirse… que tienen influencia en el modo como los otros nos tratan, estiman, se apoyan o apoyarán en nosotros, y cuanto más genuinamente humana es esa acción, más elevado puede ser el aprecio o desprecio hacia quien la realiza. Baste considerar la profunda diferencia entre un buen o un mal policía, un médico eficaz o incompetente, un maestro entregado o despreocupado.
Pues bien, en el acto sexual humano podemos distinguir estos varios aspectos. Por un lado, es un acto regulado, regido por la razón, y por ello voluntario en el modo y en el tiempo. Hacerlo conforme a la razón o contra ella nos hace mejores o peores, nos asemeja a los hombres o nos hace más irraciones, por así decir, que los animales, puesto que ellos, en condiciones genuinas, actúan siempre “pro natura”, y no “contra natura”. Por otro lado, el acto sexual es un acto social, esto es, que exige la presencia del otro, y más concretamente, de la colaboración de la persona del otro sexo. Baste por ahora apuntar estas ideas, ya que necesitan mucha más profundidad.

2. Hacer trampas al amor y a la verdad

En primer lugar notemos cómo, de ordinario, en los medios de comunicación social el debate sobre el preservativo se centra en argumentos médicos: la infalibilidad del preservativo parece ser lo que hace bueno o perverso su uso. Sería bueno su uso si fuera totalmente eficaz contra los embarazos y contra el contagio de enfermedades. Por eso, dada la alta eficacia del preservativo en estos casos, se presenta a la Iglesia como contraria al control de la natalidad y cuasi culpable del sida.
Muchas veces parece ser que el argumento católico es que “el preservativo falla”. Dicho de otra manera, si se consiguiera el “preservativo perfecto” la Iglesia se quedaría sin argumentos. Aunque hasta la OMS reconoce que el preservativo no es plenamente eficaz, y que utilizarlo como medio para regular la paternidad o para evitar una enfermedad es, cuanto menos, temerario, el argumento de la ineficacia del preservativo, siendo verdadero, es el menos importante y, según avanza la técnica, cada día menos consistente.
Permítaseme expresar una sospecha: quien esto escribe tiene la impresión de que a las compañías fabricantes de preservativos lo que menos les importa son los enfermos de sida o la felicidad de los novios y matrimonios, y que lo que de veras les mueve son los copiosos beneficios de la venta de sus productos. Me gustaría mucho poder tener tiempo y medios para estudiar las relaciones entre estas empresas y aquéllas propietarias de las patentes de medicamentos contra el sida, aunque este asunto sea por ahora una intuición.
Una segunda trampa al amor la encontramos en el olvido de la diferencia entre las relaciones sexuales realizadas antes o después del matrimonio. Recuerdo un autor, de cuyo nombre y libro no voy a hacer publicidad, que distinguía entre relaciones “pre-matrimoniales” y “pro-matrimoniales”, creyendo hacer un favor a los jóvenes y a los novios. Quien eso escribió creo que nunca ha sido ni novio ni esposo, y no sabe lo que es entregarse en parte o del todo. El acto sexual no es sólo un rato de diversión o de placer. Para los humanos, que somos quienes pensamos y amamos, el acto sexual es la entrega total de mi cuerpo, mi vida, mi alma, a la persona que es parte de mi cuerpo, mi vida y mi alma, de la que no tengo miedo separarme ni puedo separarme porque es mía y yo soy suya. El matrimonio es ese momento de unión, de fusión, y no antes. Quien ha sido novio o novicio o seminarista sabe perfectamente la diferencia entre el antes y el después del “Sí, quiero”, de ese instante de amor en el que uno se lanza al vacío sabiendo que cae en el corazón de la persona amada y con ella se hace uno. Darse del todo es, entre otras cosas, darse para siempre. La entrega sexual antes del matrimonio no sólo no prepara al matrimonio, sino que quiere usurpar lo que sólo se vive en él. La diferencia entre el antes y el después no es sólo temporal, es esencial: ya no son dos, sino una sola carne; se da uno del todo a quien se te da del todo, y no sólo una parte de sí mismo a quien te da sólo una parte. Y esa totalidad es perpetua, incluye en sí el cuerpo, el alma, el corazón, las potencialidades todas del ser, incluida la mayor potencialidad del hombre y la mujer: la fecundidad.
Digamos brevemente algo sobre una trampa más: el pensar que da igual un acto sexual abierto a la vida o cerrado a ella. El acto sexual es por su naturaleza un acto de entrega mutua y por ello, un medio maravilloso para el crecimiento en el amor entre los esposos. Recortar esta entrega es poner barreras al amor. Sería cuanto menos ridículo dar la mano con guantes o un beso con mascarilla, porque estos actos expresan confianza y entrega. Igualmente, poner barreras al acto matrimonial rebaja su propia naturaleza, recorta su significado, y por tanto, ponen límites a la entrega total: uno se “reserva” la capacidad de ser padre o madre. Si el amor no ama del todo, es imposible que crezca, antes bien, lo normal es que mengüe. No sería difícil encontrar la relación entre las rupturas matrimoniales y el uso continuado de anticonceptivos, puesto que al utilizarlos se coarta el amor sexual, una de las expresiones más importantes del amor conyugal.
Pero no solamente es limitado el amor. Una diferencia más está presente entre el acto conyugal fecundo o infecundo: la generación de una nueva vida. Podríamos llamar a esta diferencia “metafísica”, en el sentido de que es la condición ordinaria para la creación de una nueva vida. No es lo mismo comenzar a existir que no existir. El niño que no es engendrado en un acto matrimonial concreto, nunca será engendrado. Nunca sabremos cuál habría sido el destino de ese niño y su aporte a la felicidad de sus padres y a toda la humanidad.

3. Y Dios los creó

Hasta ahora no hemos hablado de Dios. Y esto es así porque la unión matrimonial, incluso entre no creyentes tiene, como la naturaleza misma, sus leyes propias que han de ser respetadas como parte del bienestar humano. Cuando hablamos de la castidad conyugal no hablamos para cristianos solamente, pues la ley natural que Dios ha inscrito en la naturaleza es para los que somos parte de esa naturaleza, y no para un pequeño grupo de “escogidos”. Esta ley natural, en cuanto principio y fundamento del obrar humano, es llamada ley moral. Por eso se puede exigir a los no cristianos que vivan conforme a la moral, se les puede hablar de comportamiento no moral, de valores morales… La indisolubilidad del matrimonio, la monogamia, el respeto al acto sexual, nacen de la ley natural, no de ser cristiano.
Ahora bien, si esto es así, ¿por qué no se ve tan claro? ¿Por qué parece que el mundo va del revés, que lo natural es lo contrario de lo que dicta la ley natural? Y aquí entra Dios, o más bien, el rechazo a Dios. En este punto los cristianos tenemos una inmensa ventaja: nos han sido reveladas muchas cosas directamente relacionadas con nuestra vida, y una de ellas es el pecado original. El pecado original oscurece el entendimiento y debilita la voluntad, y con ello desordena las pasiones e instintos. Su herida es mayor en la voluntad que en el entendimiento, y por eso aun sabiendo que una cosa está mal, la hacemos. Y su herida, cuando es profundizada por los pecados, acaba por entenebrecer tanto el entendimiento que uno cree ser bueno lo malo y viceversa. El Enemigo de la natura humana, como gustaba a San Ignacio llamar al demonio, extiende su maldad a través de los medios de comunicación, de la educación, la familia, amistades… Y así tergiversa el orden natural. Empujando al hombre a obrar contra la ley natural hace que el hombre obre contra sí mismo. Por eso el hombre, cuanto más pecador, menos hombre.
Pero una esperanza gozosa viene en auxilio del hombre: Cristo es el sanador del género humano. Donde abunda el pecado sobreabunda la gracia. Por eso Cristo hace al hombre plenamente hombre. Y este canal de gracia, la Humanidad de Cristo, se extiende a sus miembros por medio de los sacramentos y con la intercesión de la Virgen y San José. Los cristianos tenemos a mano los remedios para vivir en plenitud. Por eso, cuanto más grite el mundo que es imposible vivir la castidad, más debemos proclamar que con Cristo podemos vivir la castidad, la fidelidad, la indisolubilidad matrimonial. No tengamos miedo a ser santos esposos, porque Cristo está con nosotros.

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