Me ocurre a mi, como a todos los sacerdotes, que cruzando el umbral de los 30 años, los amigos, así de la infancia como de la juventud, se van casando y son bendecidos con hijos. Uno, que evidentemente es sólo del Señor, no tiene esposa ni retoños de carne y sangre. Y en las conversaciones, dirección espiritual, llamadas telefónicas, etc…, en estos momentos en los que los corazones se abren de par en par, fluyen las confidencias, a cual más bonita. Y me pasa que por ser sacerdote, como que mis amigos se esfuerzan en los detalles, en hacerme comprender lo que nunca podré “experimentar”.
Movido por estas declaraciones de esponsalidad y paternidad tan bellas, se me ocurrió escribir una carta. Carta evidentemente ficticia, pero no por ello falsa. Es como un resumen de lo que mis buenos amigos me van contando. Y a ellos y a todos los neo-papás se la dedico con todo mi afecto y admiración. Según va avanzando el misterio de iniquidad, más y más valoro el ser esposo y padre.
Por cierto, esta carta, –me da corte decirlo, pero es la verdad-, ha resultado ganadora en el programa EsAmor, de EsRadio. La podéis oír aquí. Me ha tocado un viaje de fin de semana, pero aún estoy esperando que me llamen para ver a dónde, cuándo, y si puedo regalárselo a alguno de esos matrimonios amigos, cosa que me encantaría. Ahí va:
«Yo apenas pensaba en otra cosa. Más bien, sólo pensaba en él. En mi vida, todo había perdido su dirección propia, y la gravedad tenía una sola dirección cuya velocidad se multiplicaba en cada latido de mi acelerado corazón. Me pasaba lo que a mamá cada vez que íbamos de compras: ya se tratara de comida, ropa, calzado o detergente, todo lo refería a mí. Que si tal cosa me gustaba, que qué lástima no hubiera una talla menor, que si las manchas de hierba de mis remendados pantalones se esfumarían con tal producto… Nunca pensaba en ella. Y así sigue. Es madre, y yo creo que algo de eso he heredado.
Cuando lo veo, tan pequeño, tan sonriente, tan para-comérselo, se me olvida todo lo demás. Me encanta dormirlo en mi pecho, darle el bibe, cambiarle los pañales. Al principio no acertaba, pero el amor hace aprender todo. De hecho, el amor hace sobrehumanos a los más miserables mortales. Cuando mi esposa me susurró entre besos aquella frase antológica de “¡Estoy embarazada!”, las lágrimas de alegría no me dejaban ver el torrente de hormonas que le bombardeaban no sólo a ella, sino a mí. Me he vuelto súper sensible, y me encanta. Yo, macho candidato a anuncio de colonia para hombres, huelo a esa infantil mezcla de talco y Nenuco que no para de recordarme quién soy.
Mi niño no conoce mis noches. He aprendido a dormir entre toma y pañal, y ya no sé soñar si no es en los tres. Siento que ya no tengo vida anterior. No me importa. Me encanta mi vida de ahora. Tan débil como era para tantas cosas, mi niño es la medicina que me hacía tanta falta para remediar tanta flojera. Yo, que desde mis diecisiete no pasaba una noche en vela sin sentirme apabullado, apenas duermo muchas noches. Tan pulcro en mi horario, me doy cuenta de que el amor conlleva salir de las propias casillas y rehacer los planes a cada segundo. Así en tantas cosas… Y sin embargo, tan feliz…
A veces tengo miedo, o más bien, creo que lo tengo. Pienso en el futuro de mi hijo. El mundo anda tan acelerado, que temo quedarme estancado y de padre pasar a bisabuelo en diez años, desenganchado del devenir. Pero me aferro a la certeza de que ningún acontecimiento, ningún descubrimiento, ningún nuevo pecado o virtud podrán jamás quitarme el ser padre, y serlo por toda la eternidad.
Cuando lo miro embobado y pienso: “¡Es mi hijo!”, me siento totalmente desbordado de responsabilidad, y como humillado. Es totalmente desproporcionado: ¿Cómo hemos podido hacer algo tan grande? No quiero pensarlo, porque me siento como lanzado al vacío. Aunque realmente es así: un salto en confianza. Un vivir en esperanza. Mi niño me da tanta fuerza que no creo que haya dificultad alguna que se me presente de la que no pueda salir victorioso. Creo que por darle lo mejor sería capaz de todo. No hay toro bravo que me haga frente. Y si muriera en la batalla, moriré luchando, nunca dormido.
Gracias, mi niño, por haber tomado posesión de mi vida. Gracias, Cari, por hacerme sentir tan útil pese a mi poca sangre. Cuando me enamoré de ti, pensé que nunca habría nada que hiciera sombra a nuestro amor. Y así ha sido. Este niño tiene tus ojos, tu sangre y vida. Y sin embargo es también mío. Tanto amor no hace sino fundir a fuego nuestros tres corazones. No es que no quepa más amor en mi corazón, es que mi corazón se hecho inmenso, infinito. Y es todo y por siempre tuyo; todo y por siempre suyo».
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