Tras este título tan “romántico” se esconde lo que quisiera comunicar con esta cuasi-poesía. A todos los consagrados de rito latino se nos ha concedido el inmenso don del celibato, del cual somos depositarios y custodios como de un inefable tesoro encomendado por el Espíritu Santo. Es difícil expresar cómo es el amor de un consagrado hacia el Señor, su Esposo, y viceversa. Un amor que incluye el propio cuerpo, pero omite hasta la sombra de cualquier expresión o pensamiento carnal. Yo quisiera hoy dar una pequeña luz, un sencillo aspecto de este puro amor entre el Amado y la amada, la amada y el Amado. Se me ocurrió compararlo con el amor que queda después de un beso. Pensad en un beso puro, enamorado, como el que nuestras madres nos pueden haber dado. Ahora quitad el beso y quedaos con el “después”. Pues bien, como ese amor infinito, perdurable, pero casi totalmente distinto, es el que hay entre mi Señor Jesucristo y el alma. Las palabras se quedan cortas, por eso ahí va la poesía…
Cuando te vas nunca te alejas,
siempre te quedas conmigo,
y aunque ya no estás en carne y hueso
dejaste marcada tu huella en mi destino.
Todo me recuerda tu presencia,
y si tus labios ya no están sobre los míos,
perdura en mi abierto y herido pecho
el amor que canta su fuerte latido.
No está la llama, pero sí el calor ardiente,
mi flor se ha ido dejando su fresco perfume,
me queda todo, me quedas toda,
que conmigo por siempre permanece
la dulzura que dejan tus caricias,
la alegría que resuena en tus canciones,
la hermosura que grabó en mí tu figura,
la ternura de tus palabras,
la fragancia de tu cuerpo,
el recuerdo de tantas emociones…
Por eso nunca te pierdo, y es menos
lo que de menos te echo,
porque siempre está conmigo
lo que queda después de tu beso.
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