En este Año Sacerdotal, los que por misericordia de Dios hemos sido elegidos para este ministerio tenemos constantemente motivos para meditar sobre la grandeza y santidad de nuestra misión. Quisiera compartir una pequeña reflexión que me parece haber oído alguna vez, que hasta ahora me parece evidente, pero que, como ocurre no pocas ocasiones, uno ve con nuevas luces y como con mucha viveza. Eso es lo que me ha ocurrido y lo que quiero escribir, aunque sea un poco a vuelapluma.
Hablamos de la predestinación de la Inmaculada, de su elección para ser Madre del Señor, y de cómo en el “momento” de la decisión intratrinitaria de la Encarnación del Verbo, se determinó quién sería la Elegida para dar carne y sangre al Hijo de Dios. Por eso, la piedad y el sentido común nos hace ver cómo el Señor, que pudo hacerlo, se “diseñó” y “fabricó” a su Madre con infinito amor, sabiduría y delicadeza. Se hizo a la Virgen a su gusto, puesto que esta bendita mujer iba a ser su Madre. Se la hizo sin-pecado, bellísima sin par, la adornó con todas las virtudes y dones del Espíritu Santo en medida que supera nuestro entendimiento, le dio fuerza para sufrir proporcional al infinito amor que había en su Corazón. Le buscó un esposo virginal para poder conservar sin impedimento su virginidad y su “estatus” social de mujer honrada y felizmente madre casada. En una palabra, teniendo que tenerla tan cerca de Sí, se la hizo a su gusto, y derramó en este hacer todo su poder, sabiduría y amor de Dios y de Hijo.
Ahora permítame desviar la mira y fijarme en mí, sacerdote. Lo siguiente –y lo anterior– puede aplicarse a todos los cristianos, pero me parece cobra una claridad singular cuando se habla referido a un sacerdote.
Un día de esta Semana Santa pasada, echando una breve cuenta de la cantidad de confesiones que había oído durante toda la Cuaresma, y preparando la celebración del Jueves Santo, pensaba servidor cómo sin mérito mío me eligió el Señor, cómo siendo yo pecador quiso ponerme en este camino de santidad, y quién era yo pecador para perdonar pecados y celebrar la Santa Misa. Todos los sacerdotes experimentamos esa dulce y aliviadora sensación del ex opere operato. Es gracioso, permítaseme decirlo así, el pensamiento que nos viene cuando, tras una Misa distraído, una absolución sabiendo que uno tiene, cuanto menos, muchos pecados veniales, el sacerdote se dice: “Menos mal que esto no es ex opere operantis, porque si no…”. Qué maravilloso es Dios, qué sabiduría y que bondad esta de hacerse presente por medio del sacerdote. Y no por ser nosotros quien somos, sino por ser Él quien es, es por lo que encontramos confianza en nuestro ministerio.
Y concreto más la idea. No digo yo que sea como la Santísima Virgen, no, ni se me entienda esto. Digo que soy sacerdote. Y lo soy no por mí, sino por quien me eligió, sí, que fue Él el que lo hizo y no yo, (y esto es de fe revelada). Y ser sacerdote no es estar al lado del Señor, imitarlo, seguirlo… Ser sacerdote es ser alter Christus. Y si Dios bendito se hizo a la que iba a ser su Madre, la planeó, la creó, la santificó en el mismo instante de su Concepción, y se la llevó consigo al final de su vida terrena… ¿No iba a planearme a mí, cuidarme, y quererme santo santísimo, a mí que soy Él mismo por participación ministerial?
Pues que quieren que les diga, y con esto acabo, que este pensamiento me hace muy feliz. Saber que Jesucristo mi Señor me eligió desde toda la eternidad, y que sabiendo cuán pecador y maltrecho soy y estoy me quiere su sacerdote, me da mucho consuelo. Y por lo mismo, sé que muy infiel tengo que ser al Señor para que Él me deje. Es más, espero que por su misericordia ni mi infidelidad me aparte de Él nunca jamás. Y espero con firme esperanza que nunca me faltará esta esperanza. Y en ella me sostengo. Y aunque yo no sea asunto al cielo en cuerpo y alma como la Virgen Santísima, este cuerpo y esta alma donde reside el poder de mi amado, este tosco pincel que se ha elegido como poderosísimo instrumento, no creo lo tire a la basura, –que bien puede hacerlo, para eso me creó, redimió y suyo soy–, sino que lo llevará consigo al coro de los ordenados.
Por eso, queridos sacerdotes, seamos felices y estemos consolados. ¿No nos hizo Dios suyos? ¿No nos consagró y ungió con el santo crisma? ¿Acaso no sabía ya nuestros futuros pecados y miserias cuando previó hacernos sus ministros? Mal dueño sería de sus prendas, quien habiéndolas comprado a tan alto precio las dejara olvidadas…
Bendita María, glorioso San José, guardadme siempre fiel , ayudadme a ser santo, muy santo, como merece mi amado Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, cuyo ministrillo soy. Amén.
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