martes, 4 de diciembre de 2012

Mi encuentro con Dios en China. La política del hijo único.

Artículo tomado de la revista María Mensajera, n. 368, pp. 12-20.

Steve. W. Mosher preside desde 1996 el Instituto de Investigación sobre la Población, una institución sin ánimo de lucro, ampliamente reconocida como una de las más influyentes autoridades morales en cuanto a la cuestión de la población.

Sus escritos demuestran que la superpoblación es un mito y que los esfuerzos por parte de los que controlan la población, dirigidos a reducir la cifra, han llevado a numerosos abusos de los derechos humanos.

Steve. se enfrentó a la pesadilla del control de natalidad mientras era el primer científico social americano en vivir en la China rural en 1979-80. Aquello produjo en él un profundo impacto: las mujeres embarazadas eran perseguidas por la policía encargada del control de la población y sometidas a abortos forzosos por violarla ley china que permitía tener un solo hijo por familia.

Steve volvió a sus estudios en la Universidad de Stanford y escribió acerca de los horrores ligados al control de la población en la República Comunista de China. Plegándose a las exigencias del gobierno chino, Stanford expulsó a Mosher, en vez de otorgarle el doctorado por el que había trabajado.

Steve Mosher y su esposa Vera viven en Virginia con sus nueve hijos.

Steve W. Mosher se enfrentó a la pesadilla del control de natalidad mientras era el primer científico social americano en vivir en la China rural en 1979-80. Aquello produjo en él un profundo impacto: las mujeres embarazadas eran perseguidas por la policía encargada del control de la población y sometidas a abortos forzosos por violar la ley china que permitía tener un solo hijo por familia.

“Corría el año 1978 y el minúsculo dictador de China, Deng Xiaoping, empezaba a echar un vistazo cautelosamente a través del muro de bambú que había aislado durante tanto tiempo a la China Comunista del resto del mundo. Ansioso por alimentarse de la abundancia de tecnología, el capital y los mercados que veía florecer allí, accedió a llevar a cabo un intercambio de profesores con universidades de Estados Unidos.

Desde el principio se trató de un negocio desigual, no sólo en términos de cifras. Los miembros del Comité Americano de Comunicación Universitaria con la República Popular China negociaron una lista mínima de cincuenta profesores americanos a los que se les permitiría entrar en China según las órdenes de Deng. Al mismo tiempo, cientos de académicos y agentes chinos -normalmente era imposible distinguir a unos de otros- empezaron a introducirse en Estados Unidos. No me sorprendió nada que Pekín me acusará después de espionaje, ya que un buen número de los supuestos académicos que ellos enviaban se dedicaban en realidad a esta tarea.

Finalmente, el Comité decidió aceptarme como el primer científico social americano con permiso para investigar en la República Popular de China. Debía este honor tan inesperado a una cierta facilidad con el chino, que tuve la posibilidad de aprender durante un año en la Universidad China de Hong Kong, y también a ciertos profesores ambiciosos de la Universidad de Standford que me precedían y cuyas ideas acerca del gran experimento socialista del presidente Mao llevaba conmigo como si fueran retrovirus. Por aquel tiempo Mao y el maoísmo seguían siendo objetos de admiración, si no de veneración, en determinados círculos, fundamentalmente académicos.

Sería exagerado decir que fui a China para unirme a la Guardia Roja de Mao, aunque es cierto que sí tenía una buena predisposición hacia el maoísmo, porque no tenía, hasta entonces, motivos para dudar del criterio de algunos de mis profesores, a quienes pensaba unirme algún día, que opinaban que el sistema comunista chino había sido una gran ayuda para el campesinado. No obstante, el hecho de que estos pedantes eminentes a cuyas clases había asistido y cuyos libros llenaban mis estanterías no hubieran visitado ningún pueblo de China, ni hubieran hablado nunca con un campesino chino, debería haberme hecho sospechar.

Una vez que establecí mi residencia en el pueblo de Xingcha en marzo de 1979 y encontré la oportunidad de preguntar a los lugareños, pude comprobar que éstos tenían una opinión completamente diferente del sistema comunista. Los aldeanos asiáticos se referían al partido comunista chino como “el gran terrateniente”, comentario crítico si tenemos en cuenta que el presidente Mao, en su elaborada demonización de los enemigos de clase, reservó un lugar especial en el infierno marxista para los grandes latifundistas.

Durante mi estancia fui testigo, entre otras cosas, de cómo los campesinos trabajaban diariamente en los campos colectivos a las órdenes de la comuna, su realidad miserable, sus innumerables privaciones y su reglamentación omnipresente. Todo esto me despertó rápidamente de las ilusiones que tenía cuando llegué.

Los agricultores tenían exiguas comidas de arroz roto y verduras salteadas, y no fuentes rebosantes de cerdo, ternera y pescado, como creía; en realidad éstas sólo se encontraban -y en gran abundancia- en los banquetes oficiales.

Un año más tarde, en concreto, la noche del 7 de marzo de 1980, me fue presentada por el secretario del Partido una directiva secreta -como todas sus directrices- que cambiaría radicalmente el rumbo de mi vida. El Comité Central había adoptado una nueva política para controlar la natalidad de la comuna, pues la población de la zona estaba creciendo demasiado deprisa... y habían decidido poner un tope de un 1% al crecimiento demográfico en 1980. Las autoridades provinciales no iban a permitir que ninguna mujer tuviera un segundo hijo a menos de cuatro años del primero, y se prohibía estrictamente tener un tercer hijo. Por último, todas las mujeres que hubieran tenido tres o más hijos serían esterilizadas. “Iremos de casa en casa identificando a todas las mujeres que estén embarazadas de niños ilegales, y éstas tendrán que acudir a sesiones de estudio donde se les informará de que, por el bien de la comuna tienen que abortar” -fueron las palabras del secretario.

A la mañana siguiente, hacia el mediodía, reunieron a varias docenas de mujeres embarazadas, a quienes les insistieron en poner fin a sus embarazos. Mientras algunas claudicaron tras uno o dos días de largas y pesadas sesiones de estudio, otras continuaron resistiéndose a sus zalamerías y amenazas. Al cuarto día por la mañana, las dieciocho que no habían cedido fueron arrestadas repentinamente y llevadas a un lugar secreto. Su crimen, según les contaron era estar embarazadas de niños ilegales.

Les seguí la pista y las encontré encerradas en una pequeña habitación en la sede central de la comuna. Las ventanas estaban cerradas y había un vigilante en la puerta, presumiblemente para impedir cualquier intento de fuga de este triste y terrible grupito. La idea me pareció ridícula, dado que todas estaban ya muy avanzadas y completamente abatidas y asustadas, y lo único que hacían era tenderse con desgana sobre unos pequeños bancos que eran el único lugar donde podían descansar.

A medida que mis ojos se iban adaptando a la luz débil de aquel lugar -lo único que había era una bombilla desnuda de 25 vatios suspendida del techo por un cable, -pude ver sus caras apagadas y sus ojos dolidos, rojos por las lágrimas y la falta de sueño. Era como una escena sacada del purgatorio de Dante Alighieri, donde el infierno estaba por llegar.

Un miembro de la comuna se presentó ante estas abatidas criaturas, azotándolas con su voz: “Estáis aquí porque aún tenéis que plantearos seriamente el control de la natalidad, -le oí decir- y continuaréis aquí hasta que lo hagáis”.

Mi llegada inesperada provocó que el camarada hiciera una pausa en su discurso, y cuando lo retomó lo hizo en un tono más campechano, mencionando lo rica y poderosa que sería China si todo el mundo dejara de tener hijos. Sin embargo, al cabo de unos minutos pareció concluir que mi presencia no era una amenaza, o quizá empezó a preocuparse de que, como “amigo de China” (que es como me habían descrito en un comunicado de Pekín), podría acusarle e informar de que no estaba llevando a cabo la nueva línea del Partido con rigor suficiente. Sea como fuere, cuando me senté allí en esa penumbra perpetua con mi grabadora encendida y mi cuaderno abierto, volvió al ataque: “Ninguna de vosotras tiene elección en este asunto -dijo lenta y pausada-mente. -Tenéis que daros cuenta de que vuestro embarazo afecta a todos los miembros de la comuna, y de hecho afecta incluso a todo el país”. Después, calculando a ojo de cuánto tiempo estarían embarazadas, añadió: “Las dos que estáis de ocho y nueve meses tendréis un aborto por cesárea; el resto de vosotras recibiréis una inyección que hará que abortéis. No penséis -dijo lenta pero contundentemente -que vais a poder estar aquí sin más, comiendo del arroz del Gobierno hasta que deis a luz. No lo permitiremos. Si os pusierais de parto antes de darnos permiso para que abortéis, sencillamente os llevaremos sin más a la clínica para llevar a cabo el procedimiento. Volveréis a casa solas”.

Las mujeres recibieron esta sentencia de muerte con lloros y gritos ahogados, mientras la amenaza y su respuesta se grabaron a fuego en mi cabeza. Acepta un aborto o mataremos a tu bebé en el parto, escribí atontadamente en mi libreta.

Me sentía muy indignado por el maltrato de estas mujeres jóvenes, pero fue una visita a la clínica médica de la comuna lo que me despertó al absoluto horror de la situación. Esta instalación de aspecto primitivo, con sus setenta camas, se había convertido precipitadamente en un abortorio y ahora se usaba como campo de asesinato del Gobierno. El médico responsable me dijo que casi todas las mujeres que había recluidas allí estaban sólo a una o dos semanas de llevar a término su embarazo y, me confirmó que sí, que primero estaban interrumpiendo los embarazos más avanzados. Era evidente que la promesa del camarada de que ningún niño nacería vivo no era ninguna amenaza vacía.

Esta verdadera matanza de inocentes se hacía a modo de cadena de ensamblaje. En cuanto una mujer llegaba allí, le inyectaban un poderoso veneno en el útero. La mayoría de los bebés morían dentro de las primeras veinticuatro horas de recibir esta inyección letal, y nacían muertos al día siguiente. Sin embargo, en embarazos más avanzados esta droga parecía ser menos efectiva y algunos bebés no morían según lo planeado o, si lo hacían, no había un parto después. En estos casos, los médicos abrían quirúrgicamente a la mujer y sacaban al bebé, ya muerto o muriéndose. De esto se trataba la amenaza del camarada sobre el aborto por cesárea.

Hasta el momento en que presencié un aborto, en el que vi horrorizado cómo el médico sacaba un cuerpo diminuto y sin vida de un vientre seccionado, había evitado por completo pensar acerca de este tema. La revolución sexual junto con mi educación en Stanford, me habían dejado bastante claro que el aborto era una cuestión femenina -de hecho, la cuestión femenina por excelencia- y, por tanto no era un tema sobre el que los hombres debiéramos reflexionar.

La mayoría de las jóvenes que conocía creían que la anticoncepción, la esterilización, y sobre todo el aborto libre les habían liberado; un punto de vista que compartía en aquel momento y que ahora recuerdo avergonzado. Incluso cuando fallaba la anticoncepción, como solía pasar, esas chicas cándidas que acababan de perder la virginidad acudían inocentemente a las clínicas abortistas creyendo lo que les habían contado unas cuantas feministas estériles, esto es, que practicar un aborto era moralmente equivalente a cortarse las uñas de los pies y, por tanto, no más complicado físicamente que el hecho de que te sacaran una muela.

Después estaba la cuestión de la población. Nos pidieron que leyéramos a P. Ehrlich y a G. Hardin, así que sabíamos -como puede saber un estudiante de segundo curso -que había demasiada gente en el mundo, que los recursos comunes estaban acabándose y que China en particular ya estaba peligrosamente superpoblada. En resumen, yo era un candidato a doctor de antropología por la Universidad de Stanford, un acólito académico en uno de los templos principales del humanismo secular americano. Durante mi estancia allí, a otros compañeros y a mí nos habían enseñado a corear determinadas consignas y a defender todas las causas de según qué sabios, oráculos y otros fraudes.

Sin embargo, ahora había presenciado un aborto real y con todo tipo de detalles truculentos. Aquel acto que había equiparado antes con una extracción de muelas se había vuelto un crimen capital que, además, no sólo dejaba una víctima muy muerta, sino también una madre gravemente herida. Me hice pro-vida en cuanto me di cuenta de nuestra humanidad común: un insignificante hijo de Adán y hermano mío, perfecto en todos los detalles de su anatomía, había sido asesinado por deseos del Gobierno (el aborto forzado era una práctica común). Se tratara o no de un caso de bomba poblacional, no podía evitar llorar su muerte.

No podía evitar preguntarme dónde estaría enterrado su cuerpo y los cientos de cuerpos de los demás niños que compartieron su suerte. Descubrí que se estaba presionando duramente al enterrador local para que se mantuviera al paso de aquella corriente constante de cadáveres. Este hombre llegaba apresuradamente a la clínica todos los días antes del amanecer -le habían advertido de que llegara pronto para evitar que le vieran -empujando una pequeña carretilla. Abatido aún por la pena del día anterior, llenaba la carretilla de unos quince o veinte cuerpos y se dirigía hacia las colinas, perdiéndose en el horizonte. Allí, después de asegurarse de que ningún miembro de alguna familia le hubiera estado siguiendo, desolado, los enterraba a todos en una única tumba sin ningún tipo de señas. Pensé que quizá, en un futuro, los arqueólogos descubrirían esas fosas comunes y, horrorizados por esta cruel falta de respeto hacia la vida humana, se preguntarían qué tipo de deidad extraña y sanguinaria podría haber obligado al sacrificio de niños en una escala semejante.

¿Había algún modo de entender cómo el miedo a un fantasma de finales del siglo XX llamado superpoblación podía empujar a una brutal dictadura china -uno de los Baales de nuestro tiempo -a enviar a la tumba, a decenas de millones de sus propios ciudadanos indefensos? Yo creo que no.

Al intentar asimilar lo que había visto -el asesinato de niños sanos y a término en el nacimiento; el envenenamiento de niños viables no nacidos en las últimas semanas de embarazo; los abortos realizados a las mujeres contra su voluntad en todas las etapas del embarazo; la anticoncepción y la esterilización forzada de mujeres cuya fecundidad había sido declarada un peligro para el Estado -fui convenciéndome de que todo esto era una auténtica perversión.

Por extraño que me parezca ahora -y por extraño que le parezca al lector -hubo una época en la que me resistí a concluir algo tan evidente, ya que mis facultades morales estaban atrofiadas como consecuencia de esa idea tan peligrosa de que lo bueno y lo malo eran meros constructos culturales.

En el oscuro mundo intelectual en el que me movía no había distancias fijas ni puntos cardinales, sólo sombras grises más y menos oscuras que se perdían en un horizonte impreciso. El concepto de relativismo cultural arrojaba una luz demasiado tenue como para que pudiera siquiera atisbar el mal, pero fuera de esta penumbra los espectros fantasmales del pasado de China emergían abiertamente, como queriendo predecir los hechos que yo había presenciado allí.

Sin embargo, escuchar cómo algunos profesores de Stanford justificaban este tipo de actos era algo completamente distinto. Sus penosos esfuerzos por explicar aquello que yo mismo había visto me hizo ver cómo esa visión relativista del mundo era perjudicial no sólo para la sensibilidad moral de cada uno, sino también para el propio sentido común.

En una ocasión, por ejemplo, cierto profesor dijo que “obligar a una mujer a abortar en el tercer trimestre no era peor que el hecho de que el gobierno de Reagan negara a las mujeres pobres la financiación pública para abortar”, mostrando así una increíble y completa insensibilidad ante el sufrimiento de las mujeres chinas. Otros fallaron a la ética 101 argumentando que el noble fin -en su opinión -de controlar la población China justificaba los medios, por muy infames y crueles que éstos fueran, para reducir el número de bebés nacidos. Había incluso quienes rechazaban la idea de que el aborto forzado fuera una versión moderna de infanticidio que “en China ha estado castigado culturalmente durante mucho tiempo”, como si esto avalara el asesinato de niños a manos del Gobierno.

Sin embargo, lo que más me preocupaba era que esta ventisca de frías racionalizaciones en pro de una política innegablemente inhumana no tenía la más mínima compasión por los bebés chinos que estaban muriendo. ¿Qué tipo de gente era ésta? Para empezar era exactamente el tipo de personas cuya destreza intelectual siempre había admirado y cuyos puntos de vista había compartido sin reservas. Para mí resulta humillante que haya tenido que hacer falta un mal de proporciones verdaderamente herodianas y una evidente bancarrota moral de mis mentores para despertarme de mi sueño relativista. Pero sin la gracia de Dios, manifestada en medio de la presencia sangrienta de cientos de inocentes -los niños chinos no nacidos -seguramente yo también me habría perdido por caminos académicos.

El descubrimiento de que el Mal estaba suelto por el mundo -he de poner esta palabra en mayúsculas en este contexto -supuso para mí un verdadero golpe. Efectivamente era como si hubiera estado deambulando como un sonámbulo por un agradable sueño y hubiera abierto los ojos para encontrarme con que había estado revolcándome en la inmoralidad durante gran parte de mi vida adulta. Pero mis sentidos habían estado tan embotados por el relativismo que me había hecho completamente inmune a la mancha y al tufo que impregnaban no sólo mi propia vida, sino gran parte de la Humanidad. Ahora, deshecho por el asesinato de millones de niños a órdenes del gobierno -porque las escenas que había presenciado estaban repitiéndose por toda China -el hedor en mi nariz era insoportable. Me preguntaba a mí mismo cómo podría Dios, si Él es Dios -es decir, si es infinitamente bueno, sabio y poderoso -permitir tales iniquidades.

Mi dilema, por parafrasear a G. K. Chesterton, era el siguiente: si era cierto que un oficial del partido comunista podía experimentar algún tipo de felicidad al obligar a abortar a una mujer embarazada de un niño ilegal, entonces podría sacar dos conclusiones: o negar la existencia de Dios, como hacen todos los ateos, o negar la unión actual entre Dios y el hombre, como hacen todos los cristianos. Los escépticos, empezando por Epicuro en la antigua Grecia, han discutido durante mucho tiempo acerca de si la existencia del mal demuestra la inexistencia de Dios. Los santos, entre ellos San Agustín de Hipona, han sostenido siempre que el mal es el resultado del uso incorrecto del libre albedrío que nos dio Dios y que, aun así, incluso las malas acciones sirven a los propósitos de Dios de modo que escapan a nuestro entendimiento.

La idea de que el mundo entero estaba loco no dejaba de sorprenderme. No era capaz de vislumbrar significado ni propósito final en la vida, sólo un mundo de una brutalidad ciega y un vicio superficial inagotables. Así es como estaban las cosas.

Y sin embargo, desde que era pequeño había sentido ya ese tirón de algo infinitamente más grande que yo mismo, algo que ahora me incitaba a seguir adelante y me invitaba a considerar si existiría algún bien que compensara el mal del que había sido testigo. Me imaginaba ese bien como un enorme contrapeso, una especie de amortiguador de miles de toneladas como los que los arquitectos cuelgan de los pisos más altos de los rascacielos de cien pisos y que están diseñados para mantener estable el edificio, incluso ante los temblores de la Tierra y los vientos huracanados. Al final me decidí a buscar el Bien, creyendo -más por intuición que por ninguna otra cosa -que me llevaría a Dios a su debido tiempo, así que me marché del psiquiátrico del ateísmo. Esta vez, comprendí por fin qué era lo que estaba en juego y lo agarré con mucha más fuerza todavía, decidido a seguirlo dondequiera que me llevara.

Surgieron varias cosas que me ayudarían en mi viaje a la fe. Un día recibí la llamada de un sacerdote católico que se presentó a sí mismo como el Padre Paul Marx. En ese momento no lo sabía, pero el Padre Marx, un monje benedictino doctorado en sociología y con una gran pasión por los no nacidos, era, con razón, el mayor activista pro-vida de Estados Unidos. Con su voz suave y con una pizca de acento alemán, este sacerdote me invitó a dar testimonio en su próxima conferencia pro-vida en Washington, D. C. Siento decir que la expresión pro-vida activó alarmas en mi cabeza. En Stanford me habían enseñado que los activistas pro-vida eran todos unos fanáticos que amaban los fetos y que a lo único que estaban dispuestos era a quemar clínicas abortistas, atacar a los que defendían el aborto y actos violentos de ese tipo. Estuve a punto de que tales calumnias, que pronto descubriría que eran falsas, me impidieran aceptar la invitación del padre Marx.

Lo que me hizo cambiar de opinión fue una visita al bastión del feminismo radical, la Organización Nacional de Mujeres (NOW). Al entrar por la puerta estaba convencido de que al oír que millones de sus hermanas en China estaban siendo esterilizadas y obligadas a abortar, recibirían la noticia con la gravedad y la determinación que se merecía. Me imaginaba que la organización emitiría comunicados de prensa condenando estas actividades, organizando manifestaciones de protesta y, probablemente, haciendo que el cielo estrellado de Pekín se iluminara con su furia infernal. Después de todo, en China se negaba a las mujeres lo que las líderes de este movimiento defendían como el derecho más sacrosanto de la mujer: el derecho a decidir.

Me reuní con dos de las líderes de más alto rango de la NOW con la intención de compartir con ellas los horrores de los que había sido testigo. El ambiente estuvo tenso desde el primer momento; mientras contaba todo, ninguna de las dos mostró ninguna simpatía por las mujeres de China, y ambas parecían mirar con desagrado las fotos de abortos forzosos que había traído como evidencia. No obstante me quedé perplejo al escuchar su opinión en cuanto terminé de hablar. La más veterana de las dos dijo con una voz extraordinariamente fría que nunca olvidaré: “Personalmente, me opongo al aborto forzoso, pero China tiene un problema poblacional”.

Me apartaron de su visita, rechazándome como a un chivo expiatorio del antiguo Israel que, en mi caso, cargaba con los pecados de múltiples ejemplos de incorrección política. Había cuestionado el aborto, el control de la natalidad y la revolución maoísta, un trío de causas de izquierdas, y por ello fui expulsado de la selva académica y abandonado allí, aparentemente para pudrirme en la esperanza de que la desidia me obligara a buscar alguna otra profesión lejos de la Universidad.

Decidí ir a Washington y hablar en la conferencia del Padre Marx, se llamara o no pro- vida. Pensé que si el movimiento que decía estar a favor de la elección en realidad no estaba dispuesto a hacer honor a su nombre y defender la elección de las mujeres chinas a traer hijos al mundo, quizá el movimiento que autodenominaba pro-vida sí lo haría. En la conferencia me sorprendió gratamente el encontrarme en compañía de cientos de personas verdaderamente importantes. Los pro-vida de carne y hueso -a diferencia de las caricaturas que hacían de ellos sus detractores pro-abortistas -demostraron ser personas amables y generosas que entregaban todo su tiempo y su dinero a la causa de los no nacidos, que salvo raras excepciones nunca serían capaces de agradecérselo, al menos en este mundo.

Lo que me parecía fundamental era que rebosaban compasión por esa situación tan difícil por la que estaban pasando las madres chinas y sus bebés, y ofrecían su ayuda a ambos de distintas maneras. Esta gente tan agradable y equilibrada me pareció una de las mayores bendiciones de la vida, con una presencia tan brillante y tan vital que me hacía ver que había una vida mejor. Contrastaban con aquellas personalidades un tanto extrañas con las que me había encontrado en Stanford -engreídos, ensimismados, deseosos de honores y reconocimiento, y de gran inteligencia pese a su estrechez de miras, -que sólo proporcionaban un conocimiento borroso e incierto. Imagino que fue en ese momento cuando dejé de lamentar haber perdido el doctorado, porque fue entonces cuando entendí que estos títulos de educación avanzada no sólo no daban la sabiduría sino que, además, pueden impedir ver verdades esenciales como la de lo sagrado de toda vida humana desde su concepción hasta la muerte natural. Darme cuenta de esto supuso para mí un paso más hacia mi conversión.

Fue en torno a esa época cuando tropecé con la obra de Santo Tomás de Aquino, que para mí fue como descubrir los manuscritos del mar Muerto. Igual que los rollos demostraban la veracidad de las Escrituras, la Summa de Santo Tomás de Aquino me enseñó el valor de razonar el camino personal hacia la fe, que es Dios. O, como escribiría más tarde Juan Pablo II en su encíclica de 1998, Fides et ratio, “La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo” (cf. Ex 33, 18; Sal 27. 8-9; 63, 2-3; Jn 14, 8; 1 Jn 3, 2).

Al rechazar a Dios, los humanistas seculares de Stanford habían cortado las dos alas a las que hacía referencia el Santo Padre. Esto se ve muy claramente en el caso de la fe, que ellos rechazaban y menospreciaban abiertamente, tachándola de mito y superstición.

Leer a Santo Tomás de Aquino me abrió los ojos, porque aquí estaba el fundamento filosófico que abarcaba no sólo toda la creación, sino incluso el mismo Cielo, incluyendo pruebas de la existencia misma de Dios.

Quizá se tratara sólo de mi propio esnobismo intelectual, pero me aliviaba muchísimo el hecho de no tener que hacer un salto de fe ciego como los que popularizó el monje apóstata Martín Lutero y su sola fide. Tenía mis dudas sobre si mis piernas temblorosas serían lo bastante fuertes como para llevarme a través del abismo que había entre Dios y yo. Por otra parte, si pudiera construir un puente al Cielo con bases sólidas de razón, entonces quizá, y sólo quizá, tendría una oportunidad de conseguir llegar arriba del todo. Y fue Santo Tomás de Aquino y su bendita memoria quien me hizo contemplar esta posibilidad, enseñándome a través de los siglos que Dios habla al hombre a través de su razón y con la ayuda de su fe, y que por tanto uno podía leer, pensar y estudiar su propio camino hacia la Iglesia Católica. Y eso fue lo que hice.

En la economía de la gracia que contribuyó a ganar mi salvación, mi mujer tuvo un papel fundamental y providencial. Ella intuía que hablarme de Dios en estos primeros años sería contraproducente, así que hizo algo mucho más eficaz: rezó por mí. Yo era insensible a estas oraciones y probablemente me habría opuesto a ellas si lo hubiera sabido, pero ella tuvo el acierto de no contármelo.

Más tarde, un día que estábamos caminando por una plaza enfrente de la antigua iglesia de la misión española en San Luis Obispo, California, las campanas del campanario empezaron a repicar de repente, llamando a todo el mundo a Misa. Resultó que también estaban sonando para mí porque mi esposa, en ese tono suyo tan amable y cariñoso, sugirió que fuéramos juntos a la ceremonia.

Creo recordar que acepté de buena gana ir a mi primera Misa, pero mi actitud una vez dentro de la iglesia no se parecía en nada a la del típico feligrés. Me sentía más como un antropólogo presenciando un rito religioso ancestral que como alguien que estaba participando de los sagrados misterios del Dios vivo. Pero, de improviso, me encontré elevado por la Liturgia de la Palabra, mientras que la Liturgia de la Eucaristía provocó en mí una inquietud que me sentiría incapaz de satisfacer de manera concreta durante varios años, en comunión con Cristo. La bendición final no se hizo esperar. Fue como si la canción que había cantado hacía mucho tiempo hubiera vuelto a mis labios, o como si de repente hubiera sido consciente de una profunda verdad que había conocido pero me había sido velada durante mucho tiempo. Comencé a acudir a Misa regularmente, aunque no sería hasta varios años después cuando me uniría verdaderamente a la Iglesia.

Según iba aprendiendo más y más acerca de la fe católica descubrí que ninguna doctrina me conmovía tanto como la comunión de los Santos. La idea de que, en nuestro peregrinaje, los caminantes debíamos tener ayuda de aquellos que habían ido antes que nosotros, une nuestro mundo y el del más allá en una simetría maravillosa y positiva. En cuanto conocí esta verdad, me pareció que se ajustaba perfectamente a mis propias circunstancias donde la gran nube de testigos que San Pablo menciona en su carta a los Hebreos (Hb 12, 2) llevaba en buena parte los rostros de los bebés chinos. Yo había hablado en nombre de estos millones de víctimas inocentes de la política inhumana de control de natalidad del gobierno chino, tanto en libros como en artículos y entrevistas, tanto a tiempo como a destiempo. Sin escatimar en generosidad, esta multitud de intercesores celestiales había suplicado al Padre en mi nombre durante toda una década, o eso pensaba yo. Yo había intercedido por ellos de un modo humano y débil, pero ellos lo habían hecho por mí de un modo sobrenatural y poderoso, un acuerdo en el que yo salía especialmente beneficiado.

En 1988 ya estaba preparado para cruzar el Tíbet, si es que esta expresión puede describir la vuelta a casa de un antiguo ateo y luterano a la Iglesia Católica. Sin embargo, al tener que mudarme a Washington D. C. a mediados de año, mi entrada en la Iglesia se retrasó dos años más. Cada domingo en Misa me apenaba ver cómo cientos de fieles, incluida mi esposa, recibían a Nuestro Señor en la Comunión mientras yo permanecía anclado en el banco como pecador impenitente. Y por supuesto que era un pecador, pero por aquella época un pecador que había decidido arrepentirse.

El Padre Marx me envió el Catecismo, que después de los Evangelios, es el libro que más impacto ha tenido en mi vida, porque de él he aprendido mucho, no sólo sobre la fe que profeso, sino también sobre el comportamiento que ésta implica. Recuerdo que al leerlo pensé que no todos los católicos habían perdido la cabeza.

El Domingo de Resurrección de 1991 entré en plena comunión con la Iglesia Católica Romana, recibiendo por primera vez la Sagrada Comunión. Como pronto aprendería, uno nunca recibe grandes gracias sin una cruz que las compense. La economía de la salvación tiene que actuar cuanto antes y se hizo papable ocho días después de mi Primera Comunión, con el nacimiento de mi quinto hijo.

Hasta entonces, Dios se había servido de los cuatro mayores como instrumentos de purificación y santificación. Ellos proporcionaban muchas y anticipadas oportunidades para poner en práctica las obras corporales de la gracia: vinieron al mundo desnudos, y nosotros los vestimos; vinieron hambrientos y los alimentamos; vinieron sedientos y los dimos de beber. Todo aquello que Nuestro Señor nos pide que hagamos por nuestros hermanos, mi mujer y yo lo hicimos por nuestros propios hijos, como hacen todos los progenitores. Nuestra descendencia también nos hizo llevar a la práctica las obras de gracia espirituales, incluyendo rezar por los enfermos, aunque mi quinto hijo nos enseñaría la lección más importante.

Mi quinto hijo vino al mundo con casi tres kilos y medio de peso y nuestro pediatra, después de un examen rápido, nos aseguró que estaba sano y desapareció. Una enfermera entonces lo llevó a la incubadora y, acompañada por el orgulloso padre, lo condujo por el pasillo hasta el área de neonatos. Cuando llegamos allí, mi hijo se había puesto azul y había dejado de respirar.

Desde ese momento comenzó una pesadilla que duraría meses, aunque quizá sería mejor llamarlo un juicio de fe. Aunque la apariencia de mi hijo era totalmente normal, nació con unos pulmones inmaduros e incapaces de asimilar oxígeno.

Lo que era más serio aún es que padecía una obstrucción arterial que hacía que la sangre bajara desde su corazón hasta lo que quedaba de su cordón umbilical, y volvía. El cordón umbilical, que durante ocho meses y medio había sido su salvación al proporcionarle oxígeno y alimento, terminaba ahora en su ombligo. Como ya no podía obtener oxígeno ni de sus pulmones ni de su cordón umbilical, se estaba asfixiando.

Mi mujer y yo comenzamos a rezar para que nuestro hijo pudiera salir adelante. Al principio, rezábamos por separado -hasta entonces nunca habíamos rezado juntos, -pero la supervivencia de nuestro hijo nos unió en una causa común. Superamos la incomodidad inicial de rezar en presencia del otro y poco después nos vimos rezando juntos el Rosario, algo que hemos continuado haciendo durante años. Esto no quiere decir que nuestra vida de oración se limite a rezar el Rosario juntos diariamente; más bien, mientras la vida de Andrew pendía de un hilo, rezábamos sin descanso, como nos exhorta a hacer San Pablo. Rezábamos incluso mientras dormíamos, soñando con rezar Rosario tras Rosario. Ésta es la primera lección que nos enseñó nuestro quinto hijo: nos enseñó a rezar.

Pero los días seguían pasando y no había mejoría. Había pasado una semana desde el nacimiento de mi hijo y le quedaban tres días para morir. Yo estaba completamente agotado física, mental y emocionalmente. Fueron momentos en los que puse toda mi confianza en Dios. Me imaginaba en esos momentos como Abraham, llevando a su hijo Isaac a lo alto del monte Moria, para ofrecerlo en holocausto por amor a Dios.

Mientras permanecía en la entrada de la unidad de cuidados intensivos de neonatos recé la oración que, hasta entonces, no me había atrevido a hacer: “Mi hijo era tuyo antes de ser mío, si quieres llevártelo, aceptaré entregártelo de nuevo”. No puedo expresar todo lo que me costó decir esas palabras. Significa que yo, como progenitor, no era capaz de hacer nada por proteger a mi hijo de la muerte. Quedaba de manifiesto mi profunda impotencia y total dependencia de Dios, Nuestro Padre. He aquí la segunda lección que me enseñó mi quinto hijo, una lección de sumisión completa a la sagrada voluntad de Dios.

Como nadie supera a Dios en generosidad, desde el mismo instante en que recé la oración en la que aceptaba la pérdida de mi hijo, éste comenzó a mejorar. Podría decir que su estado dio un giro sorprendente, pero me quedaría corto. Fue un milagro. Entregué mi hijo a Dios cuando estaba enfermo muriéndose y Dios me lo devolvió intacto.

La tercera lección que aprendimos de esta situación fue la comprensión del significado del sufrimiento, como medio para poder dar plenitud en nuestra propia vida a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo”.

Steven W. Mosher Conversos, 12 testimonios recientes